jueves, 24 de abril de 2008

el escrito de la semana (campbell)

De niño se interesó por la mitología de los indios del norte, y desde ese momento inició su viaje hacia la explicación del cosmos u orígenes del hombre por medio de las metáforas de los mitos.

Joseph Campbell escribió libros como Las máscaras de Dios, El héroe de las mil caras, Mitología Primitiva o Mitología Creativa; participó en programas y conferencias, de las que se formó el libro Los Mitos, doce pláticas que van desde el Zen, Esquizofrenia, Mitología del Amor y demás temas.

Saludos.


Joseph Campbell

Los Mitos

Tomando como referencia, no un escenario geográfico, sino el paisaje del alma, el Jardín del Edén debería estar en nuestro interior. Nuestras mentes conscientes son incapaces de entrar en él y disfrutar de la vida eterna, pues ya probamos el conocimiento del bien y el mal. De hecho, ése debe ser el conocimiento que nos ha echado del jardín, alejándonos de nuestro propio centro, por lo que ahora juzgamos las cosas en dichos términos y sólo experimentamos bien o mal en lugar de vida eterna, que, como el jardín cerrado está en nuestro interior, ya debe ser nuestro, aunque permanezca desconocido para nuestras personalidades conscientes.

Hay que decir que desde el punto de vista budista, lo que nos mantiene fuera del jardín no es la envidia ni la ira de ningún dios, sino nuestro propio e instintivo apego a lo que tomamos por nuestras vidas. Nuestros sentidos, dirigidos hacia lo externo, a un mundo de espacio y tiempo, nos hacen apegarnos a ese mundo y a nuestros cuerpos mortales. Estamos poco dispuestos a abandonar lo que tomamos por bienes y placeres de la vida física, y ese apego es la cuestión, la gran circunstancia o barrera que nos mantiene fuera del jardín.

Para llegar –en terminos junguianos– a la individuación, para vivir como un individuo liberado, hay que saber cómo y cuando ponerse y quitarse las máscaras de los diferentes roles de la vida (…) Pero no es fácil, ya que algunas máscaras penetran mucho. Entre ellas las de los valores y el juico moral, las del orgullo, la ambición y los logros personales. También están las de los caprichos. Resulta bastante común sentirse abiertamente impresionado y aferrado a las máscaras, tanto a las propias como a las “máscaras–mana” de los otros. Sin embargo, la tarea de la individuación requiere no obrar compulsivamente en este sentido. El propósito de la individuación requiere aprender a vivir fuera del propio centro, con el control para lo bueno y para lo malo.

A las tribus de las praderas les sucedió lo mismo que a los primitivos pueblos cazadores. La relación de la comunidad humana con la animal que le proporcionaba el alimento había sido la preocupación central sobre la que se sustentaba el orden social. Por ello, cuando el búfalo desapareció, también lo hizo el vínculo que los unía. En el transcurso de una década la religión se hizo arcaica; fue entonces cuando desde México y atravesando las llanuras, llegó el culto del peyote y el mescal, como un rescate psicológico. Sobre las experiencias de los participantes en dichas experiencias se han publicado muchos relatos: sobre cómo se reunían en albergues especiales para rezar, cantar y comer peyote, para después experimentar visiones, encontrando en su interior lo que había desaparecido de su sociedad, tanto en el aspecto de la imaginería como en lo sacro, dando profundidad, seguridad psicológica y sentido aparente a su vida.

La imagen bíblica del universo ya no tiene sentido; tampoco lo tiene la noción bíblica sobre el pueblo elegido de Dios, que todos los demás deben servir (Isaías 49. 22–23; 61: 5–6, etc.); tampoco la idea de un código de leyes entregado desde las alturas y válido para todas las épocas. Los problemas sociales del mundo de hoy no son los de un rincón del viejo Levante en el siglo VI a. de C. Las sociedades no son estáticas, como tampoco lo son para todos las leyes que sirven a unos cuantos. Los problemas de nuestro mundo no son contemplados por esos Diez Mandamientos tallados en la roca con los que cargamos como parte del equipaje y que, de hecho, fueron desatendidos en el mismo texto sagrado, un capítulo después de ser anunciados (Éxodo 21: 12–17; después de 20:13). El moderno concepto occidental de un código legal no es una lista de irrebatibles edictos divinos sino que ha sido logrado racionalmente, tratándose de una evolucionada compilación de estatutos a los que han dado forma unos falibles seres humanos reunidos, al fin de alcanzar unas metas socialmente reconocidas (y por ello de carácter temporal). Entendemos que nuestras leyes no son mandatos divinos; al igual que sabemos que tampoco nunca lo fueron ninguna de ningún otro pueblo sobre la tierra. Por ello, sabemos –nos atrevemos o no a decirlo– que nuestros sacerdotes ya no tienen el derecho de proclamar una autoridad irrebatible ni para su ley moral ni para su ciencia. Finalmente, en la esfera íntima del ofrecer consejo, los clérigos y a han sido sobrepasados por los psiquiatras científicos, de tal manera que muchos sacerdotes se están convirtiendo en psicólogos a fin de servir mejor sus funciones pastorales. La magia de sus propios símbolos tradicionales ya no sirven para curar sino sólo para confundir.

En pocas palabras: al igual que el búfalo desapareció repentinamente de las praderas norteamericanas, privando a los indios no sólo de símbolo mítico central sino también de la forma de vida a la que servía el símbolo, en nuestro hermoso mundo no sólo han perdido autoridad los símbolos religiosos públicos, sino que también han desaparecido las formas de vía a las que sostenían; y así como, a continuación, los indios miraron hacia el interior, muchos hacen lo mismo en nuestro mundo desconcertado, frecuentemente de la mano de un guía oriental, no occidental, a través de esta potencialmente peligrosa y a menudo desacertadamente guiada aventura interior, mediante la cual se trata de encontrar interiormente las imágenes afectivas que nuestro secularizado orden social, con sus incongruentes y arcaicas instituciones religiosas, ya no pueden ofrecer.

Recuerdo, sin poder dejar de reír, los análisis que aparecieron con motivos de la publicación del Finnegans Wake, de James Joyce, en 1939. no bastaba con que ese trabajo que marcaba época fuese desechado como ininteligible, sino que fue despreciado con un pomposo desdeño, como un consumado disparate y una pérdida de tiempo para culaquiera que lo leyese; dos años después, The Skin of Our Teeth, de Thornton Wilder –que está enteramente basado, de arriba abajo, en la inspiración, temas, personajes, motivos e incluso detalles incidentales tomados directamente sin ninguna vergüenza del gran Finnegans Wake–, fue merecedor del Premio Pulitzer como la mejor obra noteamericana de aquella temporada. Prácticamente sin excepción, el arte moderno más significativo le esperan, en primer lugar, tiempos extremadamente difíciles para darse a conocer, y en segundo lugar, si es que alguna vez logra destacar, los llamados críticos seguramente se encargarán de echarlo abajo. ¿No resulta interesante, por ejemplo (para volver con la historia de Joyce), que a lo largo de su carrera, este gran genio literario de nuestro siglo, nunca haya sido galardonado con el Premio Nobel? ¿No resulta cuando menos curioso que en el momento presente no exista ningún trabajo creativo que pueda ajustarse a las demandas y posibilidades de este fabuloso periódo que nos ha tocado vivir –tras la Segunda Guerra Mundial–, que tal vez sea el de la más grande metamorfosis espiritual de la historia de la raza humana? Este fracaso adquiere grandes dimensiones, ya que sólo a partir de las percepciones de sus creadores y artistas han derivado los pueblos sus apropiados mitos y ritos.

1 comentario:

Vivianne dijo...

Interesante, contradictorio y hasta subjetivo, debo darle más de una leida...
Abrazos!!!