Tras el espejo (Fragmento). Theodor W. Adorno
Primera medida precautoria del escritor: observar en cada texto, en cada pasaje, en cada párrafo si el motivo central aparece suficientemente claro. El que quiere expresar algo se halla tan embargado por el motivo que se deja llevar sin reflexionar sobre él. Se está "con el pensamiento" demasiado cerca de la intención y se olvida decir lo que se quiere decir.
Ninguna corrección es tan pequeña o baladí como para no realizarla. Entre cien cambios, cada uno aisladamente podrá parecer pueril o pedante, pero juntos pueden determinar un nuevo nivel del texto.
Nunca se ha de ser mezquino con las tachaduras. La extensión es indiferente, y el temor de que lo escrito no sea bastante, pueril. Por eso nada debe tenerse por valioso por el hecho de estar ahí, escrito sobre el papel. Cuando muchas frases parecen variaciones de la misma idea, a menudo simplemente significan diferentes tentativas de plasmar algo de lo que el autor aún no es dueño, En cuyo caso debe elegirse la mejor formulación y con ella seguir trabajando. Una de las técnicas del escritor es saber renunciar incluso a ideas fecundas cuando la construcción lo requiere, y a cuya fuerza y plenitud precisamente contribuyen las ideas suprimidas. Igual que en la mesa no se debe comer hasta el último bocado ni beber la copa hasta el fondo. Sería sospechoso de pobreza.
Quien desee evitar los clichés no debe limitarse a las palabras, si no quiere incurrir en vulgar coquetería. La gran prosa francesa del siglo XIX era en esto particularmente susceptible. La palabra aislada raramente resulta banal: también en la música el sonido aislado resiste al abuso. Los clichés más odiosos son más bien uniones de palabras del tipo de las que Karl Kraus puso en la picota: perfectamente construidas y discurridas, como queriendo valer para todos los tiempos. Porque en ellas rumorea el inerte flujo de un lenguaje cansino, o que sucede cuando el escritor no opone mediante la precisión de la palabra la resistencia debida donde el lenguaje tiende a destacarse. Pero esto no vale sólo para las uniones de palabras, sino hasta para la construcción de formas enteras. Si un dialéctico, pongamos por caso, procediera a remarcar los pasos del pensamiento en su avance comenzando tras cada cesura con un pero, el esquema literario desmentiría el propósito aesquemático del razonamiento.
El fárrago no es ningún bosque sagrado. Siempre es un deber eliminar las dificultades, que sólo surgen de a comodidad en la autocomprensión. No basta distinguir sin más entre la voluntad de escribir en forma densa y adecuada a la profundidad del objeto, la tentación de lo particular y la pretenciosa despreocupación: la insistencia de la desconfianza siempre es saludable. Quien no quiera precisamente hacer ninguna concesión a la estupidez del sano sentido común, debe evitar adornar estilísticamente ideas que de por sí tiran a la banalidad. Las trivialidades de Locke no justifican el modo críptico de Hamann.
Aun no teniendo más que reparos mínimos contra un trabajo concluido sin importar su extensión, hay que tomarlos en serio como pocas cosas, y ellos independientemente de toda atención a la relevancia que puedan tener. La carga afectiva del texto y la vanidad tienden a minimizar todo reproche. Lo que se deja pasar como un escrúpulo menor puede denotar el escaso valor objetivo de la totalidad.
La procesión de Echternach (Procesión del martes de Pentecostés en la localidad luxemburguesa de Echternach, que avanza dando tres pasos adelante y dos saltos atrás.) no es la marcha del espíritu del mundo, ni la limitación y la retracción los medios para representar la dialéctica. Esta se mueve antes bien entre los extremos, y mediante consecuencias extremas impulsa el pensamiento a lo opuesto en lugar de cualificarlo. La prudencia que prohíbe ir demasiado lejos en una sentencia, casi siempre es un agente de control de la sociedad, y, por tanto, del entontecimiento general.
Escepticismo ante la objeción predilecta de que un texto o una expresión son "demasiado bellos". El respeto por el tema, y aun por el sufrimiento, con frecuencia no hace más que racionalizar el rencor contra aquel a quien le resulta insoportable encontrar en la forma codificada del lenguaje la huella de lo que los hombres padecen, la huella de la indignidad. El sueño de una existencia sin ignominia que se afirma en el lenguaje apasionado, cuando se le impide perfilarse en un contenido, debe ser disimuladamente ahogado. El escritor no puede aceptar la distinción entre expresión bella y expresión exacta. Ni debe creerla en el receloso crítico ni tolerarla en sí mismo. Si consigues decir lo que piensa, en ello hay ya belleza. En la expresión, la belleza por la belleza nunca es "demasiado bella", sino ornamental, artificial, odiosa. Pero quien con el pretexto de estar absorto en el tema renuncia a la puerta de la expresión, lo que hace es traicionarlo.
Los textos decorosamente elaborados son como las telarañas: consistentes, concéntricos, transparentes, bien trabajados y bien fijados. Capturan todo cuanto por ahí vuela. Las metáforas que fugitivamente pasan por ellos se convierten en nutritiva presa. Hacia ellos acuden todos los materiales. La solidez de una concepción puede juzgarse observando si recurre en demasía a las citas. Cuando el pensamiento ha abierto un compartimiento de la realidad, debe penetrar sin violencia del sujeto en el contiguo. Su realización con el objeto se confirma en cuanto otros objetos van cristalizando en torno suyo. Con la luz que enfoca hacia su objeto particular empiezan a brillar otros más.
El escritor se organiza en su texto como lo hace en su propia casa. Igual que con sus papeles, libros, lápices, carpetas, que lleva de un cuarto a otro produciendo cierto desorden, de ese mismo modo se conduce en sus pensamientos. Para él viene a ser como muebles en los que se acomoda, a gusto o a disgusto. Los acaricia con delicadeza, se sirve de ellos, los revuelve, los cambia de sitio, los deshace. Quien ya no tiene ninguna patria, halla en el escribir su lugar de residencia. Y en él inevitablemente produce, como en su tiempo la familia, desechos y amontonamientos. Pero ya no dispone de desván y le es sobremanera difícil desprenderse de la escoria. De modo que al tener que estar quitándosela de delante corre el riesgo de acabar llenando sus páginas de ella. La obligación de resistir a la compasión de sí mismo incluye la exigencia técnica de hacer frente con extrema alerta al relajamiento de la tensión intelectual y de eliminar todo cuanto tiende a fijarse como una costra en el trabajo, todo cuanto discurre en el vacío y todo lo que quizá en un estado anterior se desarrollaba, creándola, en la cálida atmósfera de una charla, pero que ahora queda atrás como algo mustio e insípido. Al final el escritor no podrá ya ni habitar en sus escritos.
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