Lo que me gusta de ese final (Esplendor en la hierba) es su ambivalencia agridulce, que refleja lo que Bill Inge había aprendido en su propia vida: que tienes que aceptar una felicidad limitada, porque toda felicidad es limitada, y que aspirar a la perfección es la peor de las neurosis; hay que vivir tanto con la tristeza como con la alegría. Tal vez el tema resulte tan verídico porque el propio Bill había llegado a ese estadio en el que uno decide conformarse con menos, no con un puesto entre los dramaturgos de primera fila como O'Neil, Williams y Miller, sino con mantenerse en una subplatafroma honorable en la que -a la porra los honores y los premios- el trabajo es la recompensa que se obtiente; había comprendido que sólo encontraría la paz si aspiraba a objetivos que pudiera alcanzar con el talento de que disponía y no esperaba milagros.
¿Estaré hablando de mí mismo?
(Mi vida, Elia Kazan)
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