..., ella imaginaba a Kukin
desafiando a su destino y acometiendo en un ataque frontal contra su principal
enemigo: el indiferente público; su corazón latía con dulce ansiedad,
ahuyentando el sueño, y cuando él, a la madrugada, regresaba a casa, ella,
desde su dormitorio, golpeaba suavemente en la ventana y le sonreía con cariño,
sin mostrarle, a través de las cortinas, más que la cara y un hombro...
-Cada
cosa tiene su orden, Olga Semiónovna –decía en tono reposado y con compasión en
su voz-. Si alguno de nuestros íntimos se muere es porque Dios lo desea así, y
en estos casos debemos recordarlo y resignarnos.
Pero
lo fundamental, y lo peor, era no tener ninguna opinión. Ella veía los objetos
que la rodeaban y comprendía todo lo que pasaba alrededor de ella, pero no
podía formar su opinión sobre ningún asunto ni sabía tampoco de qué hablar. ¡Y
qué terrible resulta no tener ninguna opinión! Se ve, por ejemplo, una botella
en pie, o si está lloviendo, o bien un mujik esta viajando en su carro,
pero para qué está allí la botella o la lluvia, o el mujik y qué sentido
tienen, eso no se sabe ni se sabría explicar, aunque le dieran a uno mil
rublos. En los tiempos de Kukin y de Pustoválov y más tarde en el veterinario
Oleñka podía explicarlo todo y hubiera podido dar su opinión sobre cualquier
asunto, ahora, en cambio, sus pensamientos y su corazón estaban tan desiertos
como su patio. Y sentía miedo y amargura, como si hubiera comido ajenjo hasta
hartarse.
... Y cuando llega un soplo de
primavera, cuando el viento trae el tañido de las campanas de la catedral, y
los recuerdos del pasado de golpe invaden su mente, su corazón se oprime con
dulzura y le hace derramar abundantes lágrimas, pero sólo por un instante; luego
vuelve el vacío y uno no sabe para qué vive. Bryska, la gatita negra buscando
mimos, ronronea suavemente, pero estás caricias gatunas no conmueven a Oleñka.
¿Acaso es esto lo que ella necesita? Si tuviera un amor que se apoderara de
todo su ser, su alma, su mente; que le diera ideas, dirección a su vida; que
calentara su sangre aletargada... Y ella echa a la negra Bryska de sus
rodillas, diciéndole con fastidio:
-Véte,
véte... ¡Nada tienes que hacer aquí!
(Amorcito, Antón P. Chéjov)
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