... Gúrov pensó que en realidad
todo es bello en este mundo, todo excepto lo que pensamos y hacemos olvidando
los supremos propósitos de la existencia y nuestra dignidad humana.
-Pensaré
en usted... lo recordaré –le decía-. Quédese con Dios. No me recuerde mal. Nos
despedimos para siempre, es preciso que así sea, porque no debíamos
encontrarnos. Bueno, ¡adiós!
... Con los ojos cerrados, se la
imaginaba vivamente y ella le parecía más bella, más joven, más dulce de lo que
era; también a sí mismo se veía mejor de lo que él era en aquel entonces, en
Yalta. Por las noches ella lo miraba desde la biblioteca, desde la chimenea, desde
el rincón; se oía su respiración, el suave murmullo de su vestido. En la calle
seguía con la mirada a las mujeres, buscando alguna parecida a ella...
Estas
palabras, tan comunes, indignaron a Guróv; le parecieron despreciables y
sucias. ¡Qué costumbres salvajes, qué gente! ¡Qué noches absurdas, qué días tan
grises y poco interesantes! El desenfrenado juego a los naipes, la gula, la
borrachera y las incesantes charlas siempre sobre lo mismo. Las innecesarias
tareas y las conversaciones sobre el mismo tema se apoderan de la mejor parte
del tiempo, de las mejores fuerzas, y queda al final una vida limitada y vacía,
sin ningún sentido, de la cual ni siquiera uno puede escapar, como si estuviera
recluido en una casa de locos o en una cárcel.
Anna
Serguéievna llegó también. Se sentó en la tercera fila, y cuando Gúrov la miró,
sintió oprimírsele el corazón, al comprender claramente que en todo el mundo no
existía para él persona más íntima, más cara y más importante; aquella pequeña
mujer, perdida en la multitud provinciana, sin rasgos notables y con sus
vulgares impertinentes en la mano, llenaba ahora toda su vida; era su desdicha
y su alegría; era la única felicidad que deseaba para sí; y a los sones de una
mala orquesta, de unos pobres violines provincianos, pensaba cuán bella era.
Pensaba y soñaba.
Y
en este instante recordó de golpe cómo aquella noche en la estación, después de
despedir a Anna Serguéievna, se decía a sí mismo que todo había terminado y que
jamás volverían a verse. ¡Pero cuán lejos estaba aún el fin!
Y
parecía que faltaba poco para encontrar la solución y comenzar, entonces, una
nueva y maravillosa vida; pero ambos comprendían claramente que el fin estaba
todavía muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho más que
empezar.
(La dama del perrito, Antón Chéjov)
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