miércoles, 4 de julio de 2012

El rojo emblema del valor





            Desde su hogar, sus ojos juveniles habían contemplado la guerra en su propio país con desconfianza. Tenía que ser algo ficticio. Hacía ya mucho tiempo que había perdido la esperanza de contemplar una lucha al estilo griego. Aquello ya no volvería a suceder, se había dicho. Los hombres eran mejores o más tímidos. La instrucción seglar y religiosa había borrado el instinto del hombre de lanzarse a la garganta de su vecino, o quizá una economía sólida mantenía fuertemente cogida las riendas de las pasiones.


            Se dio cuenta de que en esta crisis sus propias leyes de la vida eran inútiles. Todo lo que había aprendido sobre sí mismo no le servía aquí de nada. Era una incógnita para sí mismo. Vio que se vería obligado a experimentar de nuevo tal como lo había hecho en su adolescencia; tenía que acumular información sobre sí mismo y, mientras tanto, decidió mantenerse constantemente en guardia para evitar que aquellas cualidades, de las cuales no sabía nada, le avergonzaran para siempre. “Dios mío”, se repitió desfallecido.


... Y reflexionó seriamente sobre las diferencias radicales que existían entre él y hombres que se movían alrededor de las hogueras como duendes.


            Cuando su ofendido camarada hubo desaparecido, él se sintió aislado en el espacio. Su fracaso al intentar descubrir la más mínima semejanza en sus puntos de vista le hizo sentirse más angustiado que antes. Nadie parecía tener que debatirse con un problema personal tan terrible como el suyo. Era un proscrito.


            Al darse cuenta de esto, se le ocurrió que él nunca había deseado ir a la guerra. No se había alistado por libre voluntad. Había sido arrastrado allí por un gobierno despiadado. Y ahora le iban a llevar al lugar donde iba a ser sacrificado.


... Deseó vagamente dar vueltas y vueltas alrededor del cuerpo y observarlo; el impulso de los vivos de leer en los ojos muertos la respuesta a la pregunta.


            Dejó súbitamente de preocuparse por sí mismo y se olvidó de pensar en un destino amenazador. Se convirtió no en un hombre, sino en un miembro. Sintió que algo de lo que él era una parte –un regimiento, un ejército, una causa un país– estaba en crisis. Se hallaba fundido en una personalidad común dominada por un solo deseo. Por unos momentos no podía escapar, del mismo modo que el meñique no puede rebelarse contra la mano.


            Tenía siempre la clara percepción de la presencia de sus camaradas a su alrededor. Sintió que la sutil hermandad de la batalla era incluso más potente que la causa por la que él estaba luchando. Era una fraternidad misteriosa, nacida del humo y del peligro de muerte.
            Tenía un trabajo que hacer. Era como un carpintero que ha hecho ya muchos cajones y está haciendo otro más, sólo que en sus movimientos había una prisa furiosa. El pensamiento se hallaba por completo en otro lugar, también como el carpintero, que mientras trabaja silba y piensa en su amigo o en su enemigo, en su casa o en la taberna. Todos estos sueños deshilvanados nunca fueron para él perfectamente claros más tarde, permaneciendo en su mente como una masa de borrosas figuras.


            Vio que era irónico que corriera así hacia algo que se había tomado tanto trabajo en evitar. Pero se dijo, en resumen, que, si la tierra y la luna estuvieran a punto de chocar, muchas personas intentarían, sin duda, subirse a los tejados para ser testigos del encuentro.


... Cada individuo debía haber supuesto que estaba grabando las letras de su nombre, profundamente, en eternas placas de bronce o alcanzando fama eterna en el corazón de sus compatriotas, mientras, en realidad, todo el encuentro aparecería en las noticias impresas bajo una débil y poco importante título. Pero vio que esto era bueno, porque, en otro caso, se dijo, en una batalla cada uno trataría seguramente de escapar, excepto los que había perdido toda esperanza y otros cuantos como ellos.


            Pensó que estaba a punto de dirigirse al frente. En realidad, vio una imagen de sí mismo, lleno de polvo, macilento, jadeando, volando hacia el frente en el momento oportuno para agarrar y estrangular a la bruja oscura y maliciosa de la catástrofe.


... Sus convicciones previas le había enseñado que el triunfo era algo completamente cierto para aquella poderosa máquina azul; que ésta iba a fabricar victorias del mismo modo que otra máquina hace botones. Al momento desechó todas sus especulaciones hacía cualquier otra dirección. Volvió a la fe compartida por todos los soldados.


... La guerra, aquella bestia roja; la guerra, aquel dios henchido de sangre, iba a saciarse hasta hartarse.


... El oficial hacía gestos excitados con una mano enguantada; los cañones seguían a los equipos con aspecto de protesta, como si los arrastraran por los talones.


            Al muchacho todos estos incidentes le hicieron meditar. Descubrió que había actuado como un bárbaro, como una bestia. Había luchado como un pagano en defensa de su fe. Y al reflexionar, se dio cuenta de que esto era noble, era salvaje y, en cierto modo, era muy fácil. No había la menor duda de que su figura había sido tremenda. A causa de esta lucha, había vencido obstáculos que antes había admitido que eran verdaderas montañas. Aquellos habían caído ante él como si fueran castillos de naipes, y ahora él era lo que él mismo llamaba un héroe. Y ni siquiera dormido y, al despertar, se hubiera encontrado armado caballero.


... Puesto que su fuerza y su aliento habían disminuido mucho, empezaron a recobrar la cautela. Volvían a ser hombres.


            Al momento envolvió su corazón en la capa de su orgullo y mantuvo la bandera erguida. Hablaba a sus compañeros, empujando sus pechos con la mano que le quedaba libre. A los que conocía les lanzaba frenéticos llamamientos incitándoles, dirigiéndose a ellos por su nombre. Entre él y el teniente, increpándolos y casi locos de rabia, podía sentirse un sutil compañerismo y equilibrio. Se ayudaban uno a otro con toda clase de protestas, dichas en voz ronca, aullando casi.


            El mismo se sintió con el espíritu audaz de un ser salvaje que enloquecen sus creencias religiosas. Se veía capaz de profundos sacrificios, de una tremenda muerte. No tenía tiempo para disecciones, pero sabía intuitivamente que para él las balas no eran en aquel momento más que objetos que podían impedirle alcanzar el lugar al cual aspiraba. Y en su interior se alzaban sutiles llamaradas de alegría por el hecho de pensar así.


... Parecía que les producía una gran satisfacción poder escuchar voces donde antes sólo había existido oscuridad y vanas especulaciones.


... Sin embargo, el muchacho sonreía porque vio entonces que el mundo era verdaderamente un mundo para él, aunque muchos otros descubrieran que estaba compuesto solamente de palos y maldiciones. Se había librado completa y totalmente de la enfermedad roja de la batalla. Aquella sofocante pesadilla era ya algo que pertenecía al pasado.

Apéndice del Rojo emblema del valor.

... John D. Rockefeller, uno de los magnates de la industria de esa época, lo expresó claramente en un discurso pronunciado en la catequesis en Chicago: “El crecimiento de una gran industria no es más que un ejemplo de la supervivencia de los mejores dotas... No hay nada de malo en ello. Se trata solamente de la puesta en práctica de una ley natural y de una ley divina.” De esta manera se pretendían legitimar las desigualdades e injusticias sociales de la época.


... En efecto, en la subconciencia colectiva del pueblo americano estaba vivo todavía el optimismo juvenil de un pueblo que hasta entonces había contado siempre con un espacio libre por colonizar, donde siempre se podía iniciar una nueva vida, lejos de las obligaciones y necesidades de la sociedad establecida.


(El rojo emblema del valor, Stepen Crane) 

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