Desde
su hogar, sus ojos juveniles habían contemplado la guerra en su propio país con
desconfianza. Tenía que ser algo ficticio. Hacía ya mucho tiempo que había
perdido la esperanza de contemplar una lucha al estilo griego. Aquello ya no
volvería a suceder, se había dicho. Los hombres eran mejores o más tímidos. La
instrucción seglar y religiosa había borrado el instinto del hombre de lanzarse
a la garganta de su vecino, o quizá una economía sólida mantenía fuertemente
cogida las riendas de las pasiones.
Se
dio cuenta de que en esta crisis sus propias leyes de la vida eran inútiles.
Todo lo que había aprendido sobre sí mismo no le servía aquí de nada. Era una
incógnita para sí mismo. Vio que se vería obligado a experimentar de nuevo tal
como lo había hecho en su adolescencia; tenía que acumular información sobre sí
mismo y, mientras tanto, decidió mantenerse constantemente en guardia para
evitar que aquellas cualidades, de las cuales no sabía nada, le avergonzaran
para siempre. “Dios mío”, se repitió desfallecido.
... Y reflexionó seriamente sobre las
diferencias radicales que existían entre él y hombres que se movían alrededor
de las hogueras como duendes.
Cuando
su ofendido camarada hubo desaparecido, él se sintió aislado en el espacio. Su
fracaso al intentar descubrir la más mínima semejanza en sus puntos de vista le
hizo sentirse más angustiado que antes. Nadie parecía tener que debatirse con
un problema personal tan terrible como el suyo. Era un proscrito.
Al
darse cuenta de esto, se le ocurrió que él nunca había deseado ir a la guerra.
No se había alistado por libre voluntad. Había sido arrastrado allí por un
gobierno despiadado. Y ahora le iban a llevar al lugar donde iba a ser sacrificado.
... Deseó vagamente dar vueltas y vueltas
alrededor del cuerpo y observarlo; el impulso de los vivos de leer en los ojos
muertos la respuesta a la pregunta.
Dejó
súbitamente de preocuparse por sí mismo y se olvidó de pensar en un destino amenazador.
Se convirtió no en un hombre, sino en un miembro. Sintió que algo de lo que él
era una parte –un regimiento, un ejército, una causa un país– estaba en crisis.
Se hallaba fundido en una personalidad común dominada por un solo deseo. Por
unos momentos no podía escapar, del mismo modo que el meñique no puede
rebelarse contra la mano.
Tenía
siempre la clara percepción de la presencia de sus camaradas a su alrededor.
Sintió que la sutil hermandad de la batalla era incluso más potente que la
causa por la que él estaba luchando. Era una fraternidad misteriosa, nacida del
humo y del peligro de muerte.
Tenía
un trabajo que hacer. Era como un carpintero que ha hecho ya muchos cajones y
está haciendo otro más, sólo que en sus movimientos había una prisa furiosa. El
pensamiento se hallaba por completo en otro lugar, también como el carpintero,
que mientras trabaja silba y piensa en su amigo o en su enemigo, en su casa o
en la taberna. Todos estos sueños deshilvanados nunca fueron para él
perfectamente claros más tarde, permaneciendo en su mente como una masa de
borrosas figuras.
Vio
que era irónico que corriera así hacia algo que se había tomado tanto trabajo
en evitar. Pero se dijo, en resumen, que, si la tierra y la luna estuvieran a
punto de chocar, muchas personas intentarían, sin duda, subirse a los tejados
para ser testigos del encuentro.
... Cada individuo debía haber supuesto que
estaba grabando las letras de su nombre, profundamente, en eternas placas de
bronce o alcanzando fama eterna en el corazón de sus compatriotas, mientras, en
realidad, todo el encuentro aparecería en las noticias impresas bajo una débil
y poco importante título. Pero vio que esto era bueno, porque, en otro caso, se
dijo, en una batalla cada uno trataría seguramente de escapar, excepto los que
había perdido toda esperanza y otros cuantos como ellos.
Pensó
que estaba a punto de dirigirse al frente. En realidad, vio una imagen de sí
mismo, lleno de polvo, macilento, jadeando, volando hacia el frente en el
momento oportuno para agarrar y estrangular a la bruja oscura y maliciosa de la
catástrofe.
... Sus convicciones previas le había enseñado
que el triunfo era algo completamente cierto para aquella poderosa máquina
azul; que ésta iba a fabricar victorias del mismo modo que otra máquina hace
botones. Al momento desechó todas sus especulaciones hacía cualquier otra
dirección. Volvió a la fe compartida por todos los soldados.
... La guerra, aquella bestia roja; la guerra,
aquel dios henchido de sangre, iba a saciarse hasta hartarse.
... El oficial hacía gestos excitados con una
mano enguantada; los cañones seguían a los equipos con aspecto de protesta,
como si los arrastraran por los talones.
Al
muchacho todos estos incidentes le hicieron meditar. Descubrió que había
actuado como un bárbaro, como una bestia. Había luchado como un pagano en
defensa de su fe. Y al reflexionar, se dio cuenta de que esto era noble, era
salvaje y, en cierto modo, era muy fácil. No había la menor duda de que su
figura había sido tremenda. A causa de esta lucha, había vencido obstáculos que
antes había admitido que eran verdaderas montañas. Aquellos habían caído ante
él como si fueran castillos de naipes, y ahora él era lo que él mismo llamaba
un héroe. Y ni siquiera dormido y, al despertar, se hubiera encontrado armado
caballero.
... Puesto que su fuerza y su aliento habían
disminuido mucho, empezaron a recobrar la cautela. Volvían a ser hombres.
Al
momento envolvió su corazón en la capa de su orgullo y mantuvo la bandera
erguida. Hablaba a sus compañeros, empujando sus pechos con la mano que le
quedaba libre. A los que conocía les lanzaba frenéticos llamamientos
incitándoles, dirigiéndose a ellos por su nombre. Entre él y el teniente,
increpándolos y casi locos de rabia, podía sentirse un sutil compañerismo y
equilibrio. Se ayudaban uno a otro con toda clase de protestas, dichas en voz
ronca, aullando casi.
El
mismo se sintió con el espíritu audaz de un ser salvaje que enloquecen sus
creencias religiosas. Se veía capaz de profundos sacrificios, de una tremenda
muerte. No tenía tiempo para disecciones, pero sabía intuitivamente que para él
las balas no eran en aquel momento más que objetos que podían impedirle
alcanzar el lugar al cual aspiraba. Y en su interior se alzaban sutiles llamaradas
de alegría por el hecho de pensar así.
... Parecía que les producía una gran
satisfacción poder escuchar voces donde antes sólo había existido oscuridad y
vanas especulaciones.
... Sin embargo, el muchacho sonreía porque vio
entonces que el mundo era verdaderamente un mundo para él, aunque muchos otros
descubrieran que estaba compuesto solamente de palos y maldiciones. Se había
librado completa y totalmente de la enfermedad roja de la batalla. Aquella
sofocante pesadilla era ya algo que pertenecía al pasado.
Apéndice del Rojo emblema del valor.
... John D. Rockefeller, uno de los magnates de
la industria de esa época, lo expresó claramente en un discurso pronunciado en
la catequesis en Chicago: “El crecimiento de una gran industria no es más que
un ejemplo de la supervivencia de los mejores dotas... No hay nada de malo en
ello. Se trata solamente de la puesta en práctica de una ley natural y de una
ley divina.” De esta manera se pretendían legitimar las desigualdades e
injusticias sociales de la época.
... En efecto, en la subconciencia colectiva
del pueblo americano estaba vivo todavía el optimismo juvenil de un pueblo que
hasta entonces había contado siempre con un espacio libre por colonizar, donde
siempre se podía iniciar una nueva vida, lejos de las obligaciones y
necesidades de la sociedad establecida.
(El rojo emblema del valor, Stepen Crane)
No hay comentarios:
Publicar un comentario