... En los primeros momentos
Startsev quedó asombrado por lo que estaba viendo por primera vez en su vida y
lo que, probablemente, nunca más volvería a ver: un mundo que no se parecía a
nada, mundo en el que la luz de la luna era tan tenue y hermosa como si tuviera
allí su cuna; donde no había vida, ninguna señal de vida, pero en cada álamo
oscuro, en cada tumba sentíase la presencia de un misterio, que prometía una
vida apacible, bella, eterna. Las losas, las flores marchitas y las hojas
otoñales exhumaban un leve soplo de tristeza, de perdón y de paz.
... En realidad, la madre
Naturaleza hace al hombre una broma bastante pesada y no es nada alegre tener
plena conciencia de ello. Startsev estaba pensando en estas cosas y, al mismo
tiempo, tenía ganas de gritar que deseaba y esperaba el amor cueste lo que
cueste; ya no eran los blancos trozos de mármol lo que estaba viendo, sino
bellos cuerpos, formas que se ocultaban púdicamente en las sombras de los
árboles; sentía su calor y una languidez que se tornaba penosa...
... Creo que nadie aún describió
exactamente el amor, porque es muy difícil describir este tierno, alegre y
tortuoso sentimiento; quien lo haya experimentado siquiera una vez, no
intentará expresarlo con palabras. ¿Para qué los preámbulos y las
descripciones? ¿Para qué la elocuencia? Mi amor no tiene límites... le ruego,
le imploro –declaró, por fin, Startsev- que sea mi esposa.
¿Y
Kótik? Estaba más delgada y más pálida; al mismo tiempo era más hermosa y más
esbelta; pero ya no era Kótik sino Ekaterina Ivánovna; ya no tenía la frescura
de antes ni la expresión de inocencia infantil. Había algo nuevo en su mirada y
en sus modales, algo tímido y culpable, como si allí, en la casa de los Turkin,
ya no se sintiera en su propia casa.
Está
muy atareado, a pesar de lo cual no abandona su cargo de médico del distrito;
la avaricia lo tiene dominado y lo hace correr de un lado para otro. En
Dialich, y también en la ciudad, lo llaman ya simplemente Iónich.
(Iónich, Antón Chéjov)
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