En la lucha de las generaciones, los viejos hacen muchas veces causa común con los niños: los unos dan oráculos, los otros los decifran. La Naturaleza habla y la experiencia traduce; lo más que pueden hacer los adultos es callarse. Si no se tiene un niño, que se tome un perro; en el cementerio de perros, el año pasado, en el tembloroso discurso que se prosigue de tumba en tumba, reconocí las máximas de mi abuelo. Los perros saben amar; son más tiernos que los hombres, más fieles; tienen más tacto, un instinto sin defectos que les permite reconocer el Bien, distinguir a los buenos de los malos. "Polonius -decía una desconsolada-, eres mejor de lo que yo soy; tú no habrías podido sobrevivirme; yo te sobrevivo." Me acompañaba un amigo americano; irritado, dio un puntapie a un perro de cemento y le rompió una oreja. Tenía razón: cuando se quiere 'demasiado' a los niños y los animales, se los quiere contra los hombres.
(Las palabras, Jean-Paul Sartre)
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