Estoy
dispuesto a jurar que Masha o, como la llamaba su padre, Mashia, era una
verdadera belleza, mas no puedo demostrarlo. Ocurre a veces que las nubes se
acumulan desordenadamente en el horizonte, y el sol, escondiéndose tras ellas,
las pinta con todo los colores posibles: purpúreo anaranjado, dorado lila,
rosado sucio; una nubecilla se parece a un monje, otra a un pez, otra más a un
turco tocado con un turbante. El resplandor abarca la tercera parte del cielo;
hace brillar la cruz de la iglesia y las ventanas de la mansión señorial; se
refleja en el río y en las charcas; tiembla en los árboles; lejos, recortándose
sobre el fondo iluminado, una bandada de patos silvestres vuela en busca de un
lugar para pernoctar... El zagal, que va arreando vacas, el agrimensor, que
atraviesa en carretela el dique; los señores que están de paseo: todos
contemplan la puesta del sol y todos, sin excepción, encuentran que es
terriblemente bella, pero nadie sabe ni podría decir en qué consiste esta
belleza.
... Usted la está mirando y, poco
a poco, lo invade el deseo de decirle a Masha algo muy agradable, sincero,
bello, tan bello como lo es ella misma.
... y que yo fuese un extraño
para ella; o sentía vagamente que su rara belleza era casual, innecesaria,
efímera; o, quizás, era mi tristeza aquel sentimiento especial que nace en el
hombre al contemplar éste una verdadera belleza. ¿Quién lo sabe?
... Todo el secreto y el hechizo de su belleza consistían precisamente
en estos pequeños e infinitamente graciosos movimientos, en su sonrisa, en el juego
de su rostro, en las fugaces miradas que nos dirigía, en la conjunción de la
fina elegancia de sus ademanes con la juventud, la frescura, la pureza del alma
que se revelaban en su risa y en su voz, y con esa debilidad que tanto amamos
en los niños, en los pájaros, en los jóvenes ciervos, en los jóvenes árboles.
(Las bellas, Antón Chéjov)
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