Pasaron los años. Kikuo se hizo viejo y decrépito, y un mal día cayó enfermo. Yacía solo y abandonado en su pobre yacija, pensando con añoranza en su hermoso jardín, que en aquella época del año estaba florido, y en sus amados crisantemos.
-¡Si muero, tendré que abandonaros! -murmuró, mientras una lágrima resbalaba por sus marchitas mejillas.
En aquel momento oyó un rumor de voces y un ruido de pisadas. La puerta se abrió y entraron en la estancia numerosos muchachos, pintorescamente vestidos de muchos colores, y todos ellos hermosísismos. Los visitantes rodearon el lecho, se inclinaron sobre el moribundo y dijeron:
-Somos los espíritus de los crisantemos que has plantado. Nos apena muchísimo verrte en este estado y por eso hemos venido a hacerte compañía.
El anciando sintiose confortado; una sonrisa triste apareció en su rostro pálido; y casi a pesar suyo, murmuró estas palabras:
-¡Cómo me apena dejaros, florecitas mías! Mas ¿cómo es posible que me acompañéis?
-Kikuo -dijeron a una vos los muchachos-; has sido un amigo para nosotros; más que un amigo: un padre; nos has dado toda la ternura de tu corazón, y nosotros no somos ingratos. En el mismo momento en que mueras, también nosotros moriremos y te seguiremos al cielo. Te lo prometemos solemnemente.
Al cabo de unos días, Kikuo murió; cuando llegaron los vecinos a rendir los honores póstumos a sus restos mortales, vieron con asomobro que todos los cristantemos que el muerto había plantado yacían en el suelo, marchitos.
(El hombre de los cristantemos)
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