... En realidad, siempre he
pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de
la especie humana. La frase “todo tiempo pasado fue mejor” no indica que antes
sucedieran menos cosas malas, sino que –felizmente- la gente las echa en el
olvido.
... La vanidad se encuentra en
los lugares más inesperados: al lado de la bondad, de la abnegación, de la
generosidad.
-Usted
se sonroja porque me ha reconocido. Y usted cree que esto es una casualidad,
pero no es una casualidad, nunca hay casualidades.
-Mi
cabeza es un laberinto oscuro. A veces hay como relámpagos que iluminan algunos
corredores. Nunca termino de saber por qué hago ciertas cosas. No, no es eso...
... En un planeta minúsculo, que
corre hacia la nada desde millones de años, nacemos en medio de dolores,
crecemos, luchamos, nos enfermamos, sufrimos, hacemos sufrir, gritamos,
morimos, mueren y otros están naciendo para volver a empezar la comedia inútil.
-Como
alguien que estuviera parado en un desierto y de pronto cambiase de lugar con
gran rapidez. ¿Comprende? La velocidad no importa, siempre está en el mismo
paisaje.
... María. Simplemente María.
Esa simplicidad me daba una vaga idea de pertenencia, una vaga idea de que la
muchacha estaba ya en mi vida y de que, en cierto modo, me pertenecía.
... Mi experiencia me ha enseñado
que, por el contrario, casi nunca lo es y que cuando hay algo que parece
extraordinariamente claro, una acción que al parecer obedece a una causa
sencilla, casi siempre hay debajo móviles más complejos. Una ejemplo de todos
los días: la gente que da limosnas; en general, se considera que es más
generosa y mejor que la gente que no las da. Me permitiré tratar con el mayor
desdén esta teoría simplista. Cualquiera sabe que no se resuelve el problema de
un mendigo (de un mendigo auténtico) con un peso o un pedazo de pan: solamente
se resuelve el problema psicológico del señor que compra así, por casi nada, su
tranquilidad espiritual y su título de generoso. Júzguese hasta qué punto esa
gente es mezquina cuando no se decide a gastar más de un peso por día para
asegurar su tranquilidad espiritual y la idea reconfortante y vanidosa de su
bondad. ¡Cuánta más pureza de espíritu y cuánto más valor se requiere para
sobrellevar la existencia de la miseria humana sin esta hipócrita (y usuaria)
operación!
... Me pareció que era una frágil
criatura en medio de un mundo cruel, lleno de fealdad y miseria. Sentí lo que
muchas veces había sentido desde aquel momento del salón: que era un ser
semejante a mí.
... Pienso ahora hasta qué punto
el amor enceguece y qué mágico poder de trasformación tiene. ¡La hermosura del
mundo! ¡Si es para morirse de risa!
... El suicidio seduce por su
facilidad de aniquilación: en un segundo, todo este absurdo universo se
derrumba como un gigantesco simulacro, como si la solidez de sus rascacielos,
de sus acorazados, de sus tanques, de sus prisioneros no fuera más que un
fantasmagoría, sin más solidez que los rascacielos, acorazados, tanques y
prisiones de una pesadilla.
... “Entre este ser maravilloso y
yo hay un vínculo secreto” y luego, cuando analizaba mis sentimientos, advertía
que ella había empezado a serme indispensable (como alguien que uno encuentra
en una isla desierta) para convertirse más tarde, una vez que el temor de la
soledad absoluta ha pasado...
... en cuanto empieza a adquirir
nueva seguridad, el orgullo, la vanidad y la soberbia, que al parecer habían
sido aniquilados para siempre, comienzan a reaparecer, como animales que
hubieran huido asustados; y en cierto modo a reaparecer con mayor petulancia,
como avergonzados de haber caído hasta ese punto. No es difícil que en tales
circunstancias se asista a actos de ingratitud y de desconocimiento.
... y ella ahora me decía que me
comprendía, que también ella no era solamente barcos que parten y parques en el
crepúsculos. ¿Qué podía querer decir sino que en su vida había cosas tan
oscuras y despreciables como en la mía? ¿No podía ser lo de Hunter una pasión
baja de ese género?
... ¡Qué poco quedaba de la vieja
pintura de Juan Pablo Castel! ¡Ya tendrían motivos para admirarse esos
imbéciles que me habían comprado a un arquitecto! ¡Como si un hombre pudiera
cambiar de verdad! ¿Cuántos de esos imbéciles habían adivinado que debajo de
mis arquitecturas y de “la cosa intelectual” había un volcán pronto a estallar?
Ninguno. ¡Ya tendrían tiempo de sobra para ver estas columnas en pedazos, estas
estatuas mutiladas, estas ruinas humeantes, estas escaleras infernales! Ahí
estaban, como un museo de pesadillas petrificadas, como un Museo de la
Desesperanza y de la Vergüenza. Pero había algo que quería destruir sin dejar
siquiera rastros. Lo miré por última vez, sentí que la garganta se me contraía
dolorosamente, pero no vacilé: a través de mis lágrimas vi confusamente cómo
caía en pedazos aquella playa, aquella remota mujer ansiosa, aquella espera.
Pisoteé los jirones de tela y los refregué hasta convertirlos en guiñapos
sucios. ¡Ya nunca más recibiría respuestas aquella espera insensata! ¡Ahora sabía
más que nunca que esa espera era completamente inútil!
... Con ella, que había sido como
alguien detrás de un impenetrable muro de vidrio, a quien yo podría ver, pero
no oír ni tocar; así, separados por el muro de vidrio, habíamos vivido
ansiosamente, melancólicamente.
... y que en todo caso había
un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había trascurrido mi
infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos trasparentes
del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente
que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al
ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se
había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto
el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había intrigado el lenguaje mudo,
la clave de mi cuadro. Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi
pasadizo, ella vivía afuera su vida normal, la vida agitada que llevan esas
gentes que viven afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y fiestas
y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a una de
mis ventanas ella estaba esperándome muda y ansiosa (¿por qué esperándome? ¿y
por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía que ella no llegaba a tiempo o
se olvidaba de este pobre ser encajonado, y entonces yo, con la cara apretada
contra el muro de vidrio, la veía a lo lejos sonreír o bailar
despreocupadamente o, lo que era peor, no la veía en absoluto y la imaginaba en
lugares inaccesibles o torpes. Y entonces sentía que mi destino era
infinitamente más solitario que lo que había imaginado.
... ¡Qué implacable, qué fría,
qué inmunda bestia puede haber agazapada en el corazón de la mujer más frágil!
... Sentí como si el último barco
que podía rescatarme de mi isla desierta pasara a lo lejos sin advertir mis
señales de desamparo. Mi cuerpo se derrumbó lentamente, como si le hubiera
llegado la hora de la vejez.
(El Túnel, Ernesto Sabato)
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