La
novela del siglo XX no sólo da cuenta de una realidad más compleja y verdadera
que la del siglo pasado, sino que a adquirido una dimensión metafísica que no
tenía. La soledad, el absurdo y la muerte, la esperanza y la desesperación, son
temas perennes de toda la gran literatura... Por el contrario, pienso que es la
actividad más compleja del espíritu de hoy, la más integral y la mas promisoria
en este intento de indagar y expresar el drama que nos ha tocado vivir.
Stephen
Dedalus, en el Retrato, nos dice que “la personalidad del artista, a
primera vista grito y cadencia, y después narración fluida y ondulante,
desaparece de puro refinamiento, se impersonaliza, por decirlo así. El artista,
como el Dios de la creación, queda dentro, o más allá, o por encima de su obra,
invisible, sutilizando fuera de la vida, indiferente, arreglándose las uñas”.
La
novela debía ser una épica moderna, y como toda épica exigiría la
desaparición total del narrador.
¡Qué
ilusión! Por lo que sabemos de la vida de Joyce, tanto el Retrato como
el Ulises no son sino la proyección sentimental, ideológica y filosófica
del propio Joyce, de sus propias pasiones, de su drama o tragicomedia personal.
Por
la época en que escribía Madame Bovary, escribe Flaubert en su
Correspondencia: “Es algo delicioso cuando se escribe no ser uno mismo, sino
circular por toda la creación a la que se alude. Hoy, por ejemplo, hombre y
mujer juntos, amantes y querida a la vez, me he paseado a caballo por un
bosque, en un mediodía de otoño bajo las hojas amarillentas; yo era los
caballos, las hojas, el viento, las palabras que se decían y el sol rojo que
hacía entrecerrar sus párpados, ahogados de amor.”
... ¿Cómo asombrarse de que
reivindicaran el seño, la infancia y la mentalidad primitiva? Herder veía en la
poesía una manifestación de las fuerzas elementales del alma, y al lenguaje
poético como al lenguaje primigenio de la criatura humana: el lenguaje de la
metáfora y la inspiración, no el rígido y abstracto idioma de la ciencia, tal
como si hubiera leído a Vico... Y el romanticismo era acaso lo más valioso que
aún en su vejez guardaba recónditamente lo revela aquella defensa de Byron y su
afirmación de que “para ser poeta tiene uno que entregarse al demonio”
Nietzche
se preguntó si la vida debía dominar
sobre la ciencia o la ciencia sobre la vida, y ante este interrogante
característico de su tiempo, afirmó la preeminencia de la vida. Respuesta
típica de todo el vasto insurgimiento que comenzaba. Para él, como para
Kierkegaard, como para Dostoievsky, la vida del hombre no puede ser regida por
las abstractas razones de la cabeza, sino por les raisons du coeur. La
vida desborda los esquemas rígidos, es contradictoria y paradojal, no se rige
por lo razonable, sino por lo insensato. ¿Y no significa esto proclamar la
superioridad del arte sobre la ciencia para el conocimiento del hombre?...
Contra el Sistema, defiende la radical incomprensibilidad de la criatura
humana: el existente es irreductible a las leyes de la razón, es el loco
dostoievskiano que escandaliza con sus tenebrosas verdades, ese endemoniado
(¿pero qué el hombre no lo es?) que nos convence que para el ser humano el
desorden es muchas veces preferido al orden, la guerra a la paz, el pecado a la
virtud, la destrucción a la construcción. Ese extraño animal es contradictorio,
no puede ser estudiado como un triángulo o una cadena de silogismos; es
subjetivo, y sus sentimientos son únicos y personales; lo contingente, un hecho
absurdo que no puede ser explicado.
...
Este sentido histórico del hombre, sin embargo, se hará una genuina reacción
contra el racionalismo extremo en su discípulo Karl Marx, al convertir la
criatura humana no sólo en proceso histórico sino en fenómeno social: “El
hombre no es un ser abstracto, agazapado fuera del mundo. El hombre es el mundo
de los hombres, el estado, la sociedad.” Y la conciencia del hombre es una
conciencia social: el hombre de la ratio era una abstracción, pero también es
una abstracción el hombre solitario
Los
tiempos modernos se edificaron sobre la ciencia, y no hay ciencia sino de lo
general. Pero como la prescindencia de lo particular es la aniquilación de lo
concreto, los tiempos modernos se edificaron aniquilando filosóficamente el
cuerpo. Y si los platónicos lo excluyeron por motivos religiosos y metafísicos,
la ciencia lo hizo por motivo heladamente gnoseológicos. Entre otras
catástrofes para el hombre, esta proscripción acentuó su soledad. Porque la
proscripción gnoseológica de las emociones y pasiones, la sola aceptación de la
razón universal y objetiva convirtió al hombre en cosa, y las cosas no se
comunican: el país donde mayor es la comunicación electrónica es también el
país donde más grande es la soledad de los seres humanos.
El
lenguaje (el de la vida, no el de los matemáticos), ese otro lenguaje viviente
que es el arte, el amor y la amistad, son todos intentos de reunión que el yo
realiza desde su isla para trascender su soledad.
...
Esta civilización, que es escisora, ha separado todo de todo: también el alma
del cuerpo. Con consecuencias terribles. Considérese el amor: el cuerpo del
otro es un objeto, y mientras el contacto se realice con el solo cuerpo no hay
más que una forma de onanismo; únicamente mediante la relación con una
integridad de cuerpo y alma el yo puede salir de sí mismo, trascender su
soledad y lograr la comunión. Por eso el sexo puro es triste, ya que nos deja
la soledad inicial con el agravante del intento frustrado. Se explica así que,
aunque el amor ha sido uno de los temas centrales de todas las literaturas, en
la de nuestra época adquiere una perspectiva trágica y una dimensión metafísica
que no tuvo antes: no se trata del amor cortés de la época caballeresca, ni del
amor mundano del siglo XVIII.
...
El alma tironeada hacia arriba por nuestra ansia de eternidad y condenada a la
muerte por su encarnación, parece ser la verdadera representante de la
condición humana y la auténtica sede de nuestra infelicidad. Podríamos ser
felices como animal o como espíritu puro, pero no como seres humanos.
...
El espíritu destruye el mundo de los mitos por la acción mecánica de los
conceptos, es la despersonalización y la muerte. El espíritu juzga mientras el
alma vive. Y es el alma la única potencia del hombre capaz de solucionar los
conflictos y antinomias que el espíritu tiende como una red sobre la realidad
fluyente. Sólo los símbolos que inventa el alma permiten llegar a la verdad
última del hombre, no los secos conceptos de la ciencia. Sólo el alma puede
expresar el flujo de lo viviente, lo real-no-racional.
De
ahí la trascendencia gnoseológica de la novela. Porque la novela es producto
del alma, no del espíritu.
...
Entre el alma y el espíritu puro hay las mismas diferencias que entre la vida y
el sacrificio de la vida, que entre el pecado y la virtud; que entre lo
diabólico y lo divino. Y es el abismo que separa al novelista del filósofo.
...
El artista se siente frente a un personaje suyo como un espectador ineficaz
frente a un ser de carne y hueso: puede ver, puede hasta prever el acto,
pero no lo puede evitar (lo que, de paso, revela hasta qué punto un hombre
puede ser libre y esa libertad no es contradictoria con la omnisciencia de
Dios). Hay algo irresistible que emana de las profundidades del ser ajeno, de
su propia libertad, que ni el espectador ni el autor pueden impedir. Lo
curioso, lo ontológicamente digno de asombro, es que esa criatura es una
prolongación del artista; y todo sucede como si una parte de su ser fuese
esquizofrénicamente testigo de la otra parte, de lo que la otra parte hace o se
dispone a hacer: y testigo impotente.
Así,
la vida es libertad dentro de una situación, la vida de un personaje
novelístico es doblemente libre, pues permite al autor ensayar,
misteriosamente, otros destinos. Es a la vez una tentativa de escapar a nuestra
inevitable limitación de posibilidades, y una evasión de lo cotidiano. La
diferencia que existe, por ejemplo, entre el paranoico que crea un artista y un
paranoico de carne y hueso es que el escritor que lo crea puede volver de la
locura, mientras que el loco queda en el manicomio.
...
En virtud de esa dialéctica existencial que se despliega desde el alma del
escritor encarnándose
(Lo mejor de Ernesto Sabato)
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