Después
de las cuatro de la tarde comía en casa. La sencillez, el sentido común y la
bondad de su marido la conmovían y la llenaban de entusiasmo. A menudo se
levantaba de un salto, abrazaba impulsivamente su cabeza y la cubría de besos.
-Eres
un hombre inteligente y noble, Dímov –le decía- pero tienes un defecto muy
importante. No sientes ningún interés por el arte. Rechazas la música y la
pintura.
-No
las comprendo –respondía él mansamente-. Durante toda mi vida estuve ocupado
con las ciencias naturales y la medicina y no tuve tiempo de interesarme por
las artes.
-¡Pero
eso es terrible, Dímov!
-¿Por
qué? Tus amigos no conocen las ciencias naturales ni la medicina y sin embargo
tú no les reprochas por eso. A cada cual lo suyo. Yo no comprendo los paisajes
ni las óperas, pero opino lo siguiente: si hay personas inteligentes que les
dedican toda su vida, y si hay personas inteligentes que pagan por ellos mucho
dinero, eso significa entonces que son necesarios. Yo no los comprendo, pero no
comprender no significa rechazar.
... “¿Cómo no se aburre uno de
ser un hombre simple, en nada destacable, desconocido y, además, con cara
demacrada y modales torpes?” O bien le parecía que Dios iba a matarla en
cualquier momento porque ella temiendo el contagio, ni una sola vez había ido a
ver al marido a su gabinete.
(La cigarra, Antón P. Chéjov)
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