Las
mujeres de singular belleza están condenadas a la infelicidad. Incluso aquellas
a las que la circunstancias benefician, las favorecidas por el nacimiento, la
riqueza o el talento, parecen como perseguidas o poseídas por un impulso de
destrucción de ellas mismas y de todas las relaciones humanas en que entran. Un
oráculo las pone ante una alternativa de fatalidades. O bien utilizan la
belleza para conseguir el éxito, y entonces pagan con la infelicidad esa
condición, porque como no pueden amar envenenan el amor hacia ellas y quedan
con las manos vacías; o bien el privilegio de la belleza les da ánimo y
seguridad para sumir el intercambio, se toman en serio la felicidad que se
prometen y no escatiman nada de sí mismas, confirmadas por la inclinación que
todos sienten hacia ellas, en el sentido de que su valor no deben solamente
mostrarlo. En su juventud pueden elegir. Pero ello las hace volubles: nada es
definitivo, todo puede en cualquier momento sustituirse por otra cosa. Muy temprano, y sin considerarlo mucho, se casa y
se someten así a condiciones pedestres, se despojan en cierto sentido del
privilegio de las posibilidades infinitas, se reducen a seres humanos. Pero al mismo
tiempo se agarran al sueño infantil del poder sin límites que su vida parecía
prometerles y no cesan de desdeñar –aunque no a la manera burguesa- lo que
mañana pudiera ser mejor... La belleza integrada se ha convertido con el tiempo
en elemento calculable de la existencia, en mero sucedáneo de la vida
inexistente sin que rebase mínimamente esa nulidad. Ha roto, para sí misma y
para los demás, su promesa de felicidad. Y la que aun aprueba esta situación se
rodea de un aura de desdicha y es ella misma alcanzada por la desdicha. Aquí el
mundo ilustrado ha absorbido por completo al mito. Sólo la envidia de los
dioses ha sobrevivido.
(Minima Moralia, T. W. Adorno)
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