-Es el destino.
-Es el pasaje –contestó y sus
palabras no se han borrado de mi mente-. Un pasaje es un barrio dentro del
barrio. En nuestra soledad el barrio nos acompaña, pero da ocasión a
encontronazos que provocan o reviven, odios.
Me admira como la gente aborrece la
compasión. Por la manera de hablar usted descuenta que son de fierro. Si la veo
apenada por las cosas que hace cuando no es ella, siento verdadera compasión
por mi señora y, a la vez, mi señora me tiene lástima cuando me amargo por su
culpa. Créame, la gente se cree de fierro pero cuando le duele, afloja. En este
punto Ceferina se parece a los demás. Para ella, en la compasión, hay
únicamente blandura y desprecio.
-¿Por qué estás triste?
-Porque me pareció que no estabas
contenta.
-Ya se me pasó.
Ganas no me faltan de contestarle
que a mí no, que no soy tan ágil, que yo no me mudo tan rápidamente de la
tristeza a la alegría. A lo mejor, creyendo ser cariñoso, agrego:
-Si no querés entristecerme, no
estés nunca triste.
Viera cómo se enoja.
Al verla así me dije, le juro, que
yo no podría vivir sin ella. También, estimulado por el entusiasmo, concebí
pensamientos verdaderamente extraordinarios y me dio por preguntarme: ¿Qué es
Diana para mí? ¿su alma? ¿su cuerpo? Yo quiero sus ojos, su cara sus manos, el
olor de sus manos y de su pelo. Estos pensamientos, me asegura Ceferina, atraen
el castigo de Dios. Yo no creo que otra mujer con esa belleza de ojos ande por
el mundo. No me canso de admirarlos. Me figuro amaneceres como grutas de agua y
me hago la ilusión de que voy a descubrir en su profundidad la verdadera alma
de Diana. Un alma maravillosa, como los ojos.
...
en la primera oportunidad usted ve cómo la defendió. Aunque ella no me quiera
tanto como yo la quiero, estoy seguro de que por imposición de nadie me
abandonaría así... la entereza y el coraje de mi señora me asombran y en
momento difíciles, como los que estoy pasando, me sirven de ejemplo.
-Bien hecho –aprobó el doctor-. Hay demasiada
inseguridad en este mundo para que todavía agreguemos un juego de azar.
...
Por algo repite don Martín que el humor de la mujer es tan variable como el
clima de Buenos Aires.
-Por mi parte le aconsejo que
arreglen el reloj –señale el T. Derême-. Un reloj que no camina causa mala
impresión. Uno piensa: Aquí todo marcha igual.
-¿Sabés por qué este mundo no tiene
arreglo?
Le aseguré que no sabía. Me dijo:
-Porque el sueño de uno son las
pesadillas de otro.
Aldini me explicó infinidad de veces
que no debo permitir que la superstición me domine, porque entristece el alma.
-Quiero creer que ustedes dos no
andan en algo. Ni bien me reponga, me doy una vuelta por La Curva, a ver si
Pepino no contrató una brigada de coperas.
-¿Qué es esto? –preguntó.
-Una perra –contesté.
-¿De dónde la sacaste?
-Acabo de comprarla.
El Rengo tuvo una de esas
finezas que aun hoy lo distinguen como el caballero que es, aunque ya no use la
impecable corbatita blanca de los años mozos, cuando convidaba a la barra de
chiquilines (entre los que figurábamos usted y yo) a ver los partidos de
fútbol. Con dos mágicas palabras me levantó el ánimo:
-Te felicito.
Me quedé mirándolo con gratitud y
tarde en descifrar lo que ahora decía. Aldini repitió:
-¿Cómo se llama?
Un rato antes el alemán pareció
incómodo por a pregunta; el turno de la incomodidad me llegaba.
-Fatalismo puro –aseguré.
-¿Cómo? –preguntó abriendo los ojos.
-Es como si creyeran que me olvido
de la señora.
Recuperando el aplomo sonrió.
-No me digas que se llama Diana.
-Sos rápido –le dije, sinceramente.
...
“Con Diana, mi señora, me pasa lo mismo. ¿No adoraré en ella, sobre todo, esa
cara única, esos ojos tan profundos y maravillosos, el color de la piel y del
pelo, la forma del cuerpo, de las manos y ese olor en que me perdería para
siempre, con los ojos cerrados?”
-Tal vez no quiere la idea que uno
se hace.
-No te sigo –confesé.
-Yo tengo la suerte de que Elvira no
desmiente nunca esa idea.
Pensé un ratito y dije como si
hablara solo:
-Bueno. Si yo quiero al físico de
Diana, quizá no sea menos Diana su físico, que Elvira la idea que te formas de
ella. No hay que hurgar tan adentro.
Aldini respondió con naturalidad:
-Sos demasiado inteligente para mí.
Yo no creo que sea más inteligente
que los demás, pero he pensado mucho sobre algunos temas.
-¿Cómo te atrevés a pronunciar la
palabra razonable? –Por un rato masculló furiosa-: Véanlo al atrevido. No sé
qué hacen los del Instituto que no lo encierran. Juro que voy a presentar la
denuncia.
Sin apabullarme le dije:
-No confundas tristeza con locura.
-Estás triste porque estás loco.
-¿Tiene alas? –preguntó.
Lo miré sin comprender. En mi
confusión mental desconfié que me tomara por loco.
-No entiendo –dije.
-No colgué el tubo y ya lo tengo
aquí.
-No se preocupe –contestó Reger
Samaniego.
-No es cuestión tampoco de que usted
haga caridad.
-No es cuestión tampoco de que se
preocupe demasiado –contestó, yo tardé en comprender que ya no me hablaba de la
cuenta-. Si, involuntariamente, desde luego, usted propende a reproducir las
situaciones anteriores, no faltará, esté tranquilo, quién me avise –en ese
punto se golpeó el pecho, par indicar tal vez que yo podía confiar en él- y lo
internaré inmediatamente, sin que ello signifique, para usted una exorbitancia
en materia de gasto.
Yo estaba sumido en las más
deprimentes cavilaciones cuando oí el grito:
-¡Lucho!
Con los brazos abiertos, dorada,
rosada, lindísima, Diana corrió hacia mí, tuve presencia de ánimo para pensar:
“Está feliz porque me ve. Nunca olvidaré esta prueba de amor”.
Es una vergüenza lo que voy a decir:
lloré de gratitud. De algún modo estaba viviendo el momento que había esperado
siempre. Otras veces había estado con Diana y aun había sido muy feliz con
ella, pero nunca le había oído una tan clara expresión de amor. La abracé, la
apreté contra mi, la besé, créame, hasta la mordí. Estaba tan ciego que no me
di cuenta de que Diana lloraba. Le pregunté:
-¿Te pasa algo? ¿Te hice mal?
-No, no –dijo-. Soy yo la que debo
pedirte que me perdones, porque sufriste por mi culpa. Ahora voy a ser buena.
Sólo quiero ser feliz con vos.
-Yo creo –le respondí- que hasta el
último esclavo tiene derecho a vacaciones.
Mi estado de ánimo cambia
continuamente de un tiempo a esta parte. Me dije que no tenía derecho de estar
descompuesto, porque al hombre que le gusta una mujer enteramente, se le puede
llamar afortunado. Se lo dije a ella, un poco en broma y un poco por hablar.
-Habrá otras mujeres que no son feas
–le aclaré-, como Adriana María, que es igualita, pero no tiene tu alma.
-¿Encierran aquí a gente que no está
loca?
-Qué sabe uno. Hay locuras que se
ven a la legua; otras, no. Para estos médicos todo el mundo está loco. El
especialista, acordate, hila muy fino y es un empecinado.
-La contestación no es fácil,
doctor. A veces me pregunté si yo no quería sobre todo su físico... pero eso
era cuando no la habíamos internado. Ahora que usted me la devolvió tan
cambiada, para qué le voy a negar, extraño el alma de antes.
-No echo de menos las
recriminaciones ni los engaños. Tampoco me gusta la enfermedad. La quiero,
simplemente, a ella. Voy a poner un aviso en los diarios, ofreciendo una
gratificación al que me devuelva la perra pointer.
-No es necesario –contestó-. La
recuperamos.
-¿Nunca se le ocurrió pensar que uno
quiere a la gente por sus defectos? –le grité como un desaforado-. ¡Usted es el
enfermo! ¡Usted es el enfermo!
(Dormir al Sol, Adolfo Bioy Casares)
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