... Una partida que cuenta con un jugador que golpea la mesa siempre acaba
siendo intensa.
Semejantes
escenas demuestran a menudo que el entorno pocas veces es el que determina una
atmósfera. Cualquier habitación puede presentar un aspecto trágico; cualquier
habitación puede ser cómica. Esta pequeña guarida era ahora tan espantosa como
una cámara de tortura. Eran las nuevas caras de los hombres las que la habían
transformado en un instante.
El
sueco, asiendo con fuerza su maleta, se enfrentó cual velero a la tormenta.
Estaba siguiendo una línea de pequeños y miserables árboles desnudos que él
sabía debían marcar el camino de la carretera. Su cara, aún recientes los
golpes de los puños de Johnnie, sintió más placer que dolor en el viento y la
nieve que transportaba.
Finalmente
varias formas cuadradas se elevaron ante él, y reconoció las casas de la parte
principal de la ciudad. Encontró una calle y la recorrió, inclinándose
pesadamente contra el viento cada vez que, en una esquina, le sorprendía una
terrible ráfaga.
Aquello hubiese
podido ser una aldea abandonada. Nos figuramos el mundo como un lugar ocupado
por una humanidad conquistadora y exaltada, pero allí, con el sonar de las
trompetas de la tempestad, era difícil imaginarse un planeta poblado. Entonces
la existencia del hombre a uno le parece algo asombroso y otorga un encanto
especial a esos piojosos que por alguna razón tuvieron que aferrarse a esa bola
que da vueltas, perdida en el espacio, con su carga de violentos fuegos, de
implacables hielos y de pululantes enfermedades. La arrogancia del hombre,
según explicaba la tormenta, era el verdadero motor de la vida. No morir en
ello era fanfarronería.
(El hotel azul, Stephen Crane)
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