Una
de las singulares dificultades del mar radica en el hecho de que después de
sobrepasar con éxito una ola, descubres que hay otra tras ella que es igual de
importante y desea con la misma ansiedad esforzarse por inundar la embarcación.
Cuando
un hombre percibe que la naturaleza no lo considera importante, y que ella no
cree que mutilaría al universo si se deshiciera de él, primero le vienen ganas
de lanzar ladrillos al templo, y odia con toda su alma el hecho de que no hayan
ni ladrillos ni templos. Cualquier expresión de la naturaleza se vería, sin
duda, asaltada por sus escarnios.
El
contramaestre se imaginaba perfectamente al soldado. Estaba tendido en la arena
cabeza arriba, los pies erguidos e inmóviles. Mientras su pálida mano izquierda
apretada contra su pecho intentaba impedir que se le escapara la vida, la
sangre se escurría de entre sus dedos.
... Aquel molino era una gigantesca torre que
daba la espalda a la trágica condición de las hormigas. De alguna forma,
representaba para el contra maestre la serenidad de la naturaleza en medio de
las luchas del individuo... la naturaleza en el viento y la naturaleza en las
mentes de los hombres. En ese momento no le pareció cruel, ni benévola, ni traicionera,
ni sabía. Pero era indiferente, totalmente indiferente. Quizá sea plausible que
un hombre en esta situación, impresionado por el desinterés del universo, vea
los innumerables errores de su vida, y que en su mente tengan un sabor a
maldad, y que desee obtener otra oportunidad. La distinción entre bien y mal es
absurdamente clara para él entonces, en esta nueve ingenuidad al borde de la
tumba y comprende que si se le diera otra oportunidad, enmendaría su conducta y
sus palabras, y sería mejor y más listo en cualquier circunstancia.
Pensaba:
“¿Voy a ahogarme? ¿Será posible? ¿Será posible? ¿Será posible? Quizá tenga uno
que considerar su propia muerte como el último fenómeno de la naturaleza”
(La chalupa, Stephen Crane)
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