viernes, 4 de abril de 2008

el escrito de la semana (hemingway)

De grande le decían Papa Hem, pero cuando vivió en París era únicamente Hem o Erni. “París Era Una Fiesta” nos cuenta las andanzas de Hemingway por aquella ciudad, su relación con Pound, Joyce, Ford, Miss Stein y demás personajes que lo acompañaron. El momento en que deja el periodismo para escribir sus cuentos inaccrochable al tiempo que recorría los diferentes cafés, restaurantes y bares del lugar.

“París Era Una Fiesta” se disfruta de principio a fin, uno puede abrirlo por cualquier sitio del mismo y encadenarse a las narraciones de la Generación Perdida que ocupaba cada rincón de París tanto de día como de noche.

Ciao.



Ernest Hemingway
París era una fiesta (fragmentos)

De pie, miraba los tejados de París y pensaba: “No te preocupes. Hasta ahora has escrito y seguirás escribiendo. Lo único que tienes que hacer es escribir una frase verídica. Escribe una frase tan verídica como sepas.” De modo que al cabo escribía una frase verídica, y a partir de allí seguía adelante. Entonces se me daba fácil porque siempre había una frase verídica que yo sabía o había observado o había oído decir. En cuanto me ponía a escribir como un estilista, o como uno que presenta o exhibe, resulta que aquella labor de filacterio y de voluta sobraba, y era mejor cortar y poner en cabeza la primera sencilla frase indicativa verídica que hubiera escrito. En aquel cuarto tomé la decisión de escribir un cuento sobre cada cosa que me fuera familiar. Tenía esa intención presente siempre que escribía, y me daba una disciplina buena y severa.

Cuando llegaba la primavera, incluso si era una primavera falsa, la única cuestión era encontrar el lugar donde uno pudiera ser más feliz. Si estábamos solos, ningún día podía estropeársenos, y bastaba esquivar toda cita para que cada día se abriera sin límite. Sólo la gente ponía límites a la felicidad, salvo las poquísimas personas que eran tan buenas como la misma primavera.

Cuando dejé de tomar las carreras como un trabajo serio, me quedé satisfecho, pero con una sensación de vacío. Por entonces, ya había descubierto que todo, lo bueno y lo malo, deja un vacío cuando se interrumpe. Pero si se trata de algo malo, el vacío va llenándose por sí solo. Mientras que el vacío de algo bueno sólo puede llenarse descubriendo algo mejor. Incorporé el capital de apuestas al fondo de gastos generales, y me sentí descansado y virtuoso.


–Tú nunca fuiste muy aficionado a las carreras –dije a Mike.

–No. Hace mucho tiempo que no voy.

–¿Por qué lo dejaste?

–No sé –contestó Mike–. Bueno, sí que lo sé. Desde luego que lo sé. Una cosa en la que tienes que apostar para divertirte no merece la pena.


Bueno, pensé, así me salen los cuentos ahora, que nadie los entiende. Si algo hay seguro, es esto. El hecho cierto es que no hay ninguna demanda por mis cuentos. Pero un día llegarán a entenderlos, como pasa siempre con la pintura. Sólo hace falta tiempo, y sólo hace falta confianza.


Zelda estaba hermosísima, y su bronce tenía un encanto tono dorado y el pelo era de un bello oro oscuro, y se mostró muy cordial. Sus ojos de gavilán estaban claros y serenos. Sentí que todo andaba bien y que al fin todo iba a tomar buen cariz, y entonces ella se inclinó hacia mí y, con mucha reserva, me comunicó su gran secreto:

–Dime, Ernest, ¿tú no piensas que Al Jolson es más grande que Jesús?

Entonces nadie le dio importancia a la cosa. No era más que el secreto de Zelda, y lo compartió conmigo, como un gavilán que compartiera algo con un hombre. Pero los gavilanes no comparten nada. Scott no escribió nada más que valiera nada, hasta que a ella la encerraron en un manicomio, y Scott supo que lo de su mujer era locura.

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