viernes, 13 de enero de 2012

1 ó 17

Fuimos a ver la catedral, me afectó un poco, era algún tipo de arquitectura, y entramos y estaba lloviendo un poco (fuera) y dentro olía un poco como a meados, y el interior era más impresionante que el exterior, subía y subía y casi me hizo confiar en la posibilidad de aceptar al Dios cristiano en lugar de mis 17 minúsculos dioses protectores, porque un gran Dios me habría ayudado en medio de tanta porquería y terror y dolor y horror, todo habría sido más fácil y quizás incluso más lógico, me habría ayudado a entender a alguna de las putas y a alguna de las mujeres con las que había vivido, los trabajos aburridos, la falta de trabajo, las noches de locura y hambre, y supongo que cada persona que ponía los pies en aquella catedral había tenido los mismos pensamientos y alguno de sus pensamientos les había llevado a convertirse, pero yo, pensé, si me convirtiera, si creyera, entonces tendría que dejar al diablo solo, allá abajo con sus llamas, y eso no sería muy amable por mi parte, porque en los acontecimientos deportivos yo casi siempre tendía a animar al perdedor, y en los acontecimientos espirituales estaba afectado por la misma enfermedad, porque yo no era un hombre que pensara, yo me movía por lo que sentía y mis sentimientos se dirigían a los lisiados, a los torturados, a los condenados y a los perdidos, no por compasión sino por camaradería, porque yo era uno de ellos, perdido confuso, indecente, miserable, miedoso y cobarde; injusto, y amistoso sólo a ráfagas, y aunque estuviera jodido, sabía que eso no me ayudaba, no me curaba, sólo reafirmaba mis sentimientos.

El Gran Dios poseía demasiadas armas para mí, era demasiado justo y demasiado poderoso. Yo no quería ser perdonado o aceptado o encontrado, quería algo menos que eso, no demasiado: una mujer con una mediana honestidad en cuerpo y alma, un automóvil, un lugar donde estar, algo de comida y no demasiados dolores de muelas ni ruedas pinchadas, ni largas enfermedades hasta la muerte; hasta un televisor con malos programas estaría bien, y un perro sería agradable, y muy pocos amigos y buena fontanería, y suficiente bebida para llenar los espacios hasta la muerte, de la que (para ser un cobarde) tenía muy poco miedo. La muerte tenía muy poco significado para mí, Era la última broma de una serie de bromas pesadas. La muerte no era un problema para los muertos. La muerte era otra película, no había por qué preocuparse. La muerte sólo causaba problemas a los que quedaban atrás que tenían alguna relación con el muerto, y los problemas crecían de manera directamente proporcional a la fortuna que dejaba el muerto. Con un vagabundo de los barrios bajos el único problema era la recogida de basura. Unos cuantos entrar en el mundo ricos pero todos se van arruinados. Desde luego, con los artistas es diferente: el artista deja tras de sí un pequeño perfume que algunos llaman inmortalidad, y, por supuesto, cuanto mejor es lo que hace más grande es el hedor que deja tras de sí: en color, en sonido, en letra impresa, en piedra y en otras formas. Pero esta inmortalidad es sólo un defecto de la vida: la gente se cuelga en el hedor, lo adoran. Esto no es un defecto del artista. El artista sabe que no pertenece a la inmortalidad más de lo que pertenece a la vida: sólo un intento, y basta, dejemos que el siguiente pruebe suerte.

No es que empezara a aburrirme de estar en la catedral pero me había paseado por mis pensamientos y estaba resacoso y soñoliento (como de costumbre); tenía serios problemas para mantener los ojos abiertos, pero eso no estaba mal, en realidad creo que es un error mirarlo todo, es agotador: deberíamos escoger las cosas, digerirlas un poco y dejarlas en paz.

La gente se altera porque no comprenden la matemática central y aguantan durante demasiado tiempo la misma rutina, y más tarde rechazan follar con sus amantes o pegan a sus hijos o tienen indigestión o insomnio, gases, úlceras sangrantes, odian la economía y a los dirigentes, al gobierno, las carreteras -todos los odios lógicos e inútiles-, tienen calambres en los dedos de los pies, espasmos en la espalda, y el insomnio acaba en pesadilla. Porque han mantenido los ojos abiertos durante todo el maldito día del Señor y han visto demasiado.

-Vámonos de aquí de una puta vez -dije a mi gente, y lo hicimos y eso fue Colonia.


(Shakespeare nunca lo hizo, Charles Bukowski)

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