miércoles, 15 de febrero de 2012

Prefacio

“Para hacerse amar –dirá-, basta con compadecer. Yo no compadezco nunca, o lo oculto... me sorprendo a veces de mi poder.” Y también: “Amad a los que mandáis, pero sin decírselos.”


“Acabo de realizar una pequeña hazaña: he pasado dos días y dos noches con once moros y un mecánico, para salvar un avión. Tuvimos diversas y graves alarmas. Por primera vez, he oído silbar las balas sobre mi cabeza. Conozco, por fin, lo que soy en esas circunstancias: mucho más sereno que los moros. Pero he comprendido, al mismo tiempo, lo que siempre me había sorprendido: por qué Platón, (¿o Aristóteles?) sitúa al valor en la última categoría de las virtudes. Es que no está formado por muy hermosos sentimientos: algo de rabia, algo de vanidad, mucha testarudez y un vulgar placer deportivo. Sobre todo, la exaltación de la propia fuerza física que, no obstante, no le atañe en nada. Cruzamos los brazos sobre la camisa desabrochada, y respiramos fuerte. Es más bien agradable. Cuando esto se produce durante la noche, se le mezcla el sentimiento de haber hecho una inmensa tontería. Jamás volveré a admirar un hombre que sólo sea valeroso.”


“Se oculta la propia valentía, como se oculta el amor”; o mejor aún: “Los valientes ocultan sus hazañas como la gente de buen corazón sus limosnas. Las disfrazan o se excusan de ellas.”


El escrito

... Todo lo que alegra la vida de los hombres corría, agrandándose, hacia él: la casa, los cafetuchos, los árboles de la avenida. Él, parecía un conquistador que, en el crepúsculo de sus empresas, se inclina sobre la tierra del imperio y descubre la humilde felicidad de los hombres.


... La llegada de los aviones no será nunca esa victoria que concluye una guerra, e inicia una era de paz venturosa. Jamás habrá, para él, otra cosa que un paso hecho, precediendo a mil otros pasos semejantes.


... Y no obstante, volvía hacia él, con melancólico murmullo, la suma de deleites que siempre había eludido: un océano perdido. “¿Tan cerca está, pues, todo eso...?” Se dio cuenta de que, poco a poco, había aplazado para la vejez, para “cuando tuviera tiempo”, lo que hace agradable la vida de los hombres. Como si realmente un día se pudiese tener tiempo, como si se ganase, al fin de la vida, esta paz venturosa que todo el mundo se imagina. Pero la paz no existe. Tal vez no existe siquiera la victoria. No existe la llegada definitiva de todos los correos.


... Entonces, para buscar una escapatoria en caso de retirada forzosa, volvía la cabeza y tembló: toda la cordillera, a sus espaldas, parecía fermentar.
“Estoy perdido”


... No era amado, pues un inspector no ha sido creado para las delicias del amor, sino para la redacción de informes.


“No piensa nada –decía de él Rivière-; eso le evita pensar mal.”


“Lo dice el reglamento.”
“El reglamento –pensaba Rivière- es como los ritos de una religión, que parecen absurdos pero forman a los hombres.”Le era igual que lo tuviesen por justo o por injusto. Tal vez estas palabras ni siquiera tenían sentido para él. Los pequeños burgueses de las pequeñas ciudades dan vueltas, en el crepúsculo, alrededor de sus quioscos de música y Rivière pensaba: “¿Justo o injusto, con respecto a ellos?; esto carece de sentido: ellos no existen.” El hombre era, para él, cera virgen que se debía moldear. Se debía dar un alma a esa materia, crearle una voluntad. No creía esclavizarlos con dureza, sino lanzarlos fuera de ellos mismos. Si castigaba todo retraso, cometía una injusticia, pero dirigida hacia la salida, la voluntad de cada escala creaba esa voluntad. No permitiendo que los hombres se regocijasen por un tiempo cerrado, como si fuera una invitación al reposo, los tenía pendientes de que clarease; y la espera humillaba secretamente hasta al más oscuro peón.


“Esos hombres son felices, porque aman lo que hacen, y lo aman porque soy duro.”
Tal vez hacía padecer, pero también proporcionaba a los hombres armados grandes alegrías. “Es preciso empujarlos –pensaba- hacia una vida fuerte, que entrañe dolores y alegrías, pero es la única que vale.”


Pero Robineau, esta noche, no pensaba más que en sus miserias: el cuerpo mortificado por un molesto eczema ,su único secreto verdadero; hubiera deseado explicarlo, hacerse compadecer, pues como no encontraba consuelo en el orgullo, lo buscaba en la humildad.


Sin embargo, para Robineau, como para todos los hombres, existía una pequeña luz.


Era un exabrupto a medias, pues Rivière acostumbraba a afirmar: “Si el insomnio de un músico le hace crear hermosas obras, es un hermoso insomnio.” Un día, había designado a Leroux: “Dígame si no es hermosa esa fealdad que rechaza el amor...” Todo lo que de grande tenía Leroux, lo debía tal vez a esa desgracia, que había limitado su vida entera a la del oficio.


Rivière pensó que de esa manera, cada noche, una acción se desarrollaba en el cielo como un drama. Una flexión de voluntades podía acarrear un desastre; tal vez habría que luchar mucho hasta el nuevo día.


Rivière había salido para andar un poco y eludir el malestar naciente. Él, que sólo vivía para la acción –una acción dramática-, sentía extrañamente que el drama se desplazaba, se hacía personal. Pensó que, alrededor de su quiosco de música, los pequeños burgueses de las pequeñas ciudades vivían una vida en apariencia silenciosa, pero algunas veces henchida también de dramas: la enfermedad, el amor, la muerte, y tal vez... Su propia dolencia le enseñaba muchas cosas. “Abre ciertas ventanas”, se decía. Luego, hacía las once de la noche, respirando ya mejor, se encaminó a la oficina. Lentamente se abría paso entre el gentío que se agolpaba ante la puerta de los cines. Alzó los ojos a las estrellas, que lucían sobre la estrecha calle, borradas casi por los anuncios luminosos, y pensó: “Esa noche, con mis dos correos en vuelo, soy responsable del cielo entero. Esa estrella es un mensajero que me busca entre la muchedumbre, y que me encuentra: por eso me siento algo extranjero, algo solitario.”


Se había sentido, como hoy, solitario, pero muy pronto había descubierto la riqueza de tal soledad. El mensaje de aquella música venía a él, sólo a él, entre los mediocres, con la suavidad de un secreto. Como el mensaje de la estrella. Ambos le hablaban, por encima de tantos hombros, en un lenguaje que sólo él entendía.


En alguna parte encontraría el único secretario en vela. Un hombre trabajaba en alguna parte para que la vida fuese continua, para que la voluntad fuese continua y así, de escala en escala, para que jamás, de Toulouse a Buenos Aires, se rompiera la cadena. “Ese hombre desconoce su grandeza.”


“¡Tanto trabajo para acabar así! Tengo cincuenta años; en cincuenta años he llenado mi vida, me he formado, he luchado, he alterado el curso de los acontecimientos; y he aquí lo que ahora me ocupa, y me llena, y hace decrecer al mundo en importancia... Es ridículo.”


“¿Soy justo o injusto? Lo ignoro. Si castigo, las averías disminuyen. El responsable no es el hombre, sino algo como una potencia oscura que jamás se alcanza si no se alcanza a todo el mundo. Si fuese muy justo, un vuelo nocturno sería cada vez un peligro de muerte.”


“Para hacerse amar, basta compadecer. Yo no compadezco nunca, o lo oculto. Me gustaría mucho, no obstante, rodearme de amistad y de ternura humana. Un médico, en su profesión, las encuentra. Pero es a los acontecimientos a quien sirvo. Es preciso que forje a los hombres para que los sirvan. ¡Qué bien siento esa ley oscura, durante la noche, en mi oficina, ante las hojas de ruta! Si me dejo ir, si dejo que los acontecimientos sigan su curso, entonces nacen misteriosamente los accidentes, como si únicamente mi voluntad impidiera al avión estrellarse en pleno vuelo, o, a la tempestad, retrasar el correo en marcha. Me sorprendo, a veces, de mi poder.”
Reflexionó aún:
“Es claro, tal vez. Es como la lucha perpetua del jardinero sobre su césped. El peso de su simple mano rechaza al bosque primitivo, que aquélla prepara eternamente.”
Pensó en el piloto:
“Yo lo salvo del miedo. No es a él a quien atacaba, es, a través de él, a esa resistencia que paraliza a los hombres ante lo desconocido. Si lo escucho, si lo compadezco, si tomo en serio su aventura, creerá volver del país del misterio, y sólo del misterio se tiene miedo. Es preciso que no hay más misterios. Es preciso que los hombres desciendan a ese pozo oscuro y, al remontarlo, digan que no han encontrado nada. Es preciso que ese hombre descienda al más íntimo corazón de la noche, en su espesura, sin siquiera esa pequeña lámpara de minero, que no alumbra más que a las manos o al ala, pero que aparta a lo desconocido a una braza de distancia.”


Pero Rivière titubeaba, frente a esta luminosidad, como un buscador de oro frente a vedados campos auríferos. Los acontecimientos, en el Sur, desmentían a Rivière, único defensor de los vuelos nocturnos. Sus adversarios sacarían de un desastre en Patagonia una posición moral tan fuerte, que tal vez harían impotente en adelante la fe de Rivière; pero la fe de Rivière no había vacilado: una grieta en su obra habría permitido el drama, y el drama evidenciaba esa hendidura, pero no probaba nada más. “tal vez sean necesarias, en el Oeste, algunas estaciones de observación... Lo estudiaremos.” Pensaba además: “Mis razones para insistir son las mismas e igualmente sólidas; en cambio, he descartado una posible causa de accidentes: la que acaba de hacerse patente.” Los reveses robustecen a los fuertes. Desgraciadamente, contra los hombres se practica un juego donde entra muy poco en consideración el verdadero sentido de las cosas. Se gana o se pierde según las apariencias. Se marcan puntos miserables, y uno se encuentra atenazado por la apariencia de una derrota.


¡Qué injusticia, qué bribonada la de esa luna que se mostraba ostentosa y desocupada sobre Buenos Aires! La joven mujer se acordó de repente que apenas eran necesarias dos horas para ir de Comodoro a Trelew.


Había llegado a esa frontera donde se plantea, no el problema de un pequeño peligro personal, sino el de la acción. Frente a Rivière se erguía, no la mujer de Fabien, sino otro sentido de la vida. Rivière sólo podía escuchar, compadecer a aquella voz, a aquel canto tan enormemente triste, pero enemigo. Pues ni la acción, ni la felicidad individual admiten particiones: están en conflicto. Esta mujer hablaba también en nombre de un mundo absoluto, y de sus deberes y de sus derechos. El mundo del resplandor de la lámpara doméstica sobre una mesa, de una patria de esperanzas, de ternuras, de recuerdos. Exigía su bien y tenía razón, aunque no podía oponer nada a la verdad de esta mujer. Él descubría, a la luz de una humilde lámpara doméstica, que su propia verdad era inexpresable e inhumana.


Un ingeniero había dicho un día a Rivière, cuando se inclinaba sobre un herido, junto a un puente en construcción: “Ese punte, ¿vale el precio de un rostro aplastado?” Ningún labrador, para quienes aquella carretera se abría, hubiera aceptado, para ahorrarse un rodeo, mutilar ese rostro espantoso. Y, sin embargo, se construían puentes. El ingeniero había añadido: “el interés general está formado por los intereses particulares: no justifica nada más.” “Y, no obstante –le había respondido más tarde Rivière-, si la vida humana no tiene precio, nosotros obramos siempre como si alguna cosa sobrepasase, en valor, a la vida humana... Pero ¿qué?”


“Amar, amar únicamente, ¡qué callejón sin salida!” Rivière tuvo la oscura conciencia de un deber más grande que el de amar. O se trataba también de una ternura, ¡pero tan diferente de las otras! Evocó una frase: “Se trata de hacerlos eternos...” ¿Dónde lo había leído? “Lo que vos perseguís en vos mismo muere.” Imaginó un templo al dios Sol de los antiguos incas del Perú. Aquellas piedras erguidas sobre la montaña. ¿Qué quedaría, sin ellas, de una civilización poderosa que gravitaba con el peso de sus piedras, sobre el hombre actual, como un remordimiento? “¿En nombre de qué rigor o de qué extraño amor, el conductor de pueblos de antaño, constriñendo a sus muchedumbres a construir ese templo sobre la montaña, les impuso la obligación de erguir su eternidad?” Rivière se imaginó aún a los habitantes de las pequeñas ciudades que, en el crepúsculo, dan vueltas alrededor de sus quioscos de música: “Esa especie de felicidad, ese arnés...”, pensó. El conductor de pueblos de antaño, tal vez no tuvo piedad por el dolor del hombre; pero tuvo una inmensa piedad por su muerte. No por su muerte individual, sino piedad por la especie que el mar de arena borraría. Y él conducía a su pueblo a levantar, por lo menos, algunas piedras que el desierto no había de sepultar.


Rivière piensa en la mano de Fabien, que por algunos minutos posee aún su destino en los mandos. Esa mano que ha acariciado. Esa mano que se ha posado sobre un rostro, y ha cambiado a ese rostro. Ese mano que ha sido milagrosa.


... “Ya lo ve usted, Robineau, en la vida no existen soluciones. Existen sólo piezas en movimiento: es preciso crearlas, y las soluciones vienen detrás.”


... Esa mujer era muy hermosa. Revelaba a los hombres el mundo sagrado de la felicidad. Revelaba qué materia augusta se lastima, sin saberlo, al actuar.


“No pedimos ser eternos; pedimos tan sólo no ver que los actos y las cosas pierden de repente su sentido. El vacío que nos envuelve, se hace entonces patente...”


Las ondas cortas son así. Se las capta allí, se es sordo a ellas aquí. Luego, sin razón alguna, todo cambia. Esa tripulación, cuya posición es desconocida, se manifiesta ya a los vivos, fuera del espacio, fuera del tiempo; y sobre las hojas blancas de las estaciones de radio son ya fantasmas que escriben.


¿Victoria? ¿Derrota...? Estas palabras carecen de significación. La vida está por debajo de esas imágenes y prepara ya otras nuevas. Una victoria debilita a un pueblo, una derrota despierta otro. La derrota que ha sufrido Rivière es tal vez una enseñanza que se aproxima la verdadera victoria. Sólo importa el acontecimiento en marcha.


(Vuelo Nocturno, Antoine de Saint-Exupéry)

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