domingo, 5 de febrero de 2012

¿y ahora qué?

Volví al hipódromo. A veces me preguntaba qué estaba haciendo allí. Y a veces lo sabía. Por lo menos allí podía ver grandes cantidades de gente en su peor aspecto, y eso me mantenía en contacto con la verdad esencial de la humanidad. La codicia, el miedo, la ira, allí estaba todo.

Hay algunos individuos característicos en todos los hipódromos de todos los sitios, todos los días. Era muy probable que a mí se me considerara como a uno de esos personajes y eso no me gustaba. Yo hubiese preferido ser invisible. No me gustaba intercambiar opiniones con otros jugadores. No quiero discutir con ellos sobre los caballos. No veo a los otros jugadores con ningún tipo de camaradería, en absoluto. En realidad estamos jugando unos contra otros. El hipódromo nunca tiene un día de pérdidas. El hipódromo se lleva su parte, el estado se lleva su parte, y la parte es cada vez más grande, lo cual significa que para que un jugador gane sistemáticamente debe tener una línea de apuestas definida, un método superior, una visión lógica. El jugador promedio juega a dobles, a gemelas, a triples, a las quinielas hípicas. Acaban con puñados y puñados de tickets inútiles. Apuestan a ganador y colocado. Pero sólo hay una apuesta, y esa apuesta es para ganar. Eso evita los agobios. El secreto reside siempre en la sencillez. Creo que el hipódromo me mantiene consciente de eso.

Pero, por otro lado, el hipódromo es una enfermedad, un sustituto, una huida, un sucedáneo de alguna otra cosa a la que habría que enfrentarse. De todos modos, todos necesitamos escapar. Las horas son largas y de alguna forma han de ocuparse hasta que llegue la muerte. Y simplemente no hay tanta belleza ni emoción por ahí como para andar yendo de un lado a otro. Las cosas se vuelven pronto monótonas y abrumadoras. Nos despertamos por las mañanas, damos una patada a las sábanas, apoyamos los pies en el suelo y pensamos. Ah, mierda, ¿y ahora qué?


(Hollywood, Charles Bukowski)

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