jueves, 5 de julio de 2012

La sala número 6




            Sin embargo, el deseo de hablar se sobrepone a toda consideración y se expansiona. Habla con calor, con pasión. Su oratoria desordenada, febril, delirante es a menudo incomprensible, pero deja adivinar en algunas palabras y en el tono algo extraordinariamente bueno: cuando habla puede contemplarse en él a la vez a un loco y a un hombre. Sería difícil transcribir lo que dice. Yván Dimitrich habla de la miseria humana, de la violencia que oprime el derecho, de la magnifica vida que prevalecerá por fin en la tierra y de las rejas que le recuerdan a cada instante la insensatez y crueldad de los opresores. Es como una rapsodia incoherente de antiguas canciones, pero aun sin terminar.


            Le hablasen de lo que le hablasen, siempre llevaba la conversación al mismo tema; es pesado y aburrido vivir en una ciudad; la sociedad no se interesa por las cosas elevadas; lleva una vida taciturna y absurda únicamente alterada por la violencia, por la destemplanza grosera y por la hipocresía. Los ruines comen y visten bien: para la gente honrada, los desperdicios. Haría falta una escuela, un periódico local de tendencias sanas, un teatro, instrucción pública; en una palabra, una reunión de fuerzas intelectuales para que la sociedad fuera consciente y se horrorizase de sí misma. En sus juicios sobre las personas, no usaba más que los colores extremos; el negro y el blanco sin ninguna clase de atenuaciones. La humanidad se dividía para él en dos partes; las personas honradas y los canallas; sin término medio. Hablaba siempre con pasión y entusiasmo de las mujeres y del amor, pero jamás estuvo enamorado.


... Era como aquel ermitaño del cuento que se empeñaba en abrir una claraboya en el bosque; cuantas más ramas cortaba, más crecían y más se espesaba la maleza. Viendo, pues, Yván, que nada conseguía con sus razonamientos, se abandonó por completo a la desesperación y al miedo.


            Los prejuicios y todas las miserias y villanías son necesarios: acaban por cambiarse en algo bueno al cabo del tiempo, como el estiércol se convierte en mantillo. Nada perfecto hay bajo el sol que no tenga su origen en alguna maldad.


            Andrés Efimytch, quería ante todo inteligencia y honradez, pero no tenía bastante carácter y confianza en el derecho para instaurar a su alrededor una vida inteligente y honrada. 


... La mortalidad por esto no disminuye y los enfermos no cesan de aumentar. Ayudar seriamente a cuarenta enfermos que se visitan en una mañana, es físicamente imposible: es un engaño. Si según las cuentas se han visitado a doce mil enfermos al cabo del año, puede deducirse fácilmente que se ha engañado a doce mil personas. Aislar en una sala personas enfermas de gravedad y ocuparse de ellas según las reglas de la ciencia, es también imposible; porque hay muchas reglas pero no hay ciencia. Y aparte de filosofías, si se siguen las reglas al pie de la letra, como hacen la mayoría de los médicos, hace falta, ante todo, limpieza y ventilación, nada de suciedad; hace falta una comida sana y no sopas infectadas y berzas agrias; hacen falta, en fin colaboradores honrados y no ladrones...


... Púshkin, antes de su muerte, experimentó sufrimientos horribles; el pobre Heine estuvo paralítico durante años entero; ¿por qué, pues, no ha de sufrir un poco un Andrés Efimytch o una Matriona Savichua, la vida de la cual estaría sin el sufrimiento completamente vacía, como una página blanca o como la vida de los animales?


            -Sufrimos y somos incapaces de soportar los males porque no pedimos a Dios misericordia –dice-. ¡Sí, nada más que por eso!


... Las personas cultas de aquí no se elevan de al ras de tierra; su nivel mental no es muy superior al de la clase baja.


            -Hay que reconocer –continúa el doctor, al cabo de un instante- que todo en este mundo, salvo las altas abstracciones del espíritu, carece de interés y de importancia. El espíritu levanta una barrera entre el animal y el hombre, hace pensar en la divinidad de la naturaleza humana y adquiere una inmortalidad de que carece al principio; por lo tanto, el alma es el único manantial existente de regocijo. Nosotros no oímos ni vemos nada espiritual, así es que estamos privados de alegría. Nos quedan los libros, pero el trato con ellos es muy distinto a la conversación con los hombres, puede que no sea muy exacta la comparación, pero digo que los libros son los cuadernos de música y la conversación el canto.


... ¡La vida es una carga enojosa! Cuando llega el hombre a su edad viril y despierta su conciencia reflexiva, se ve, bien a su pesar, como en un callejón sin salida. Es empujado por un destino ignoto contra su voluntad... ¿Por qué?... Él quiere conocer la idea y el fin de su existencia pero no se le dice nada o se le dicen estupideces. Llama y nadie le contesta; en fin, viene la muerte. ¡También contra su voluntad! Lo mismo que en una cárcel, las personas ligadas por una desgracia común, lo sienten menos; cuando hay unión se nota menos la carga de la vida cuando las personas consagradas al análisis y a las generalizaciones se encuentran reunidas y pasan el tiempo cambiando ideas libres y grandes, entonces el alma es un regocijo incomparable.


            -No, querido. No lo creo, no encuentro posibilidad de creerlo. Debo confesar que tengo mis dudas. Hay en mí algo como un presentimiento de que no moriré nunca. ¡Veamos, me digo a mí mismo algunas veces, vejanzón, ya es hora de que te mueras! Y en mi alma grita una vocecilla: “No lo creas, no morirás”...


... Sólo un imbécil que tenga un miedo espantoso a la muerte y que no tenga dignidad, puede consolarse pensando que su cuerpo resucitará en la hierba, en las piedras, en los animales inmundos... Colocar la inmortalidad en la evolución de la materia es cosa tan peregrina como profetizar un porvenir brillante a una caja que encierre un violín roto e inútil...


            -Tengo una ocupación perjudicial y recibo dinero de las personas a quien engaño; ¡no soy honrado!... Pero, vamos a ver, yo en mí, ¡qué soy? Soy simplemente un factor del mal social inevitable. Todos los funcionarios del distrito no hacen más que maldades y cobran sin razón... Yo, pues, no soy culpable de mi deshonra, el culpable es el medio. Si hubiese nacido doscientos años más tarde hubiera sido otro. 


            -Sí, enfermo. A centenares se pasean los locos por ahí, porque la ignorancia de ustedes no sabe distinguirlos de los cuerdos. ¿Por qué estos desgraciados y yo hemos de pagar por todos  y nos han de tener aquí encerrados? ¡Usted, el intendente, el auxiliar cirujano y toda la pandilla hospitalaria está, en el orden moral, muy por debajo  de nosotros! ¿Por qué, entonces, estamos aquí nosotros y ustedes no? ¿Dónde está la lógica?


            -¿Bromea usted? –dijo entornando los ojos-. Usted y su ayudante Nikita, no se inquietan por el porvenir. Pero puede usted estar seguro de que vendrán tiempos mejores. Búrlese usted, pero el alba de una vida nueva no ha de tardar en lucir: la justicia triunfará; habrá fiestas en las calles. Yo no lo veré, habré muerto; pero lo verán nuestros nietos. Los saludo y me regocijo con toda el alma me alegro por ellos. ¡Adelante, que Dios os ayude; amigos míos!


            -Sí, he seguido los cursos de la Universidad, pero no terminé.
            -Es usted hombre de inteligencia y de ideas. Dondequiera que esté usted, puede encontrar consuelo en sí mismo. Un pensamiento libre y profundo, conduce a la comprensión de la vida y al completo desprecio de la estúpida vanidad del mundo, y estas son las dos cosas más elevadas que el hombre puede llegar a conocer. Sabiendo esto, se puede estar contento aun encerrado con triples rejas. Diógenes, en su tonel, era más dichoso que todos los reyes de la tierra.
            -¡Sí, Diógenes era un idiota! –respondió Yván Dimitrich sombríamente-. ¿Qué más habla usted de la comprensión de Diógenes? –dijo de pronto arrebatándose y saltando de la cama-. ¡Amo la vida, la amo apasionadamente! La monomanía de persecución me tortura continuamente, es verdad, pero hay ocasiones en que tengo tal sed de vivir que temo perder la cabeza; esto es completamente cierto. Deseo furiosamente vivir, furiosamente.


            -Entre una sala confortable y esto, no hay diferencia –dijoAndrés-. La dicha del hombre no está en lo que le rodea, sino en sí mismo.
            -¿Cómo se explica eso?
            -El hombre vulgar cifra en un objeto, un carruaje, un cuarto confortable, el bien o el mal; el hombre que piensa lo cifra en sí mismo.


            -No; del frío puede uno librarse como de otro dolor cualquiera. Marco Aurelio ha dicho: “El dolor es una representación del mal; con fuerza de voluntad se puede cambiar esta representación; cámbiala, no te lamentes; el dolor desaparecerá”. Esto es exacto; el sabio o simplemente el pensador, el hombre reflexivo se distingue en que desprecia el dolor. Está siempre contento y de nada se espanta.


... “¡estoy solo!...” Fuera de la soledad es imposible la felicidad verdadera... El doctor pensó que el ángel caído se rebeló contra Dios por conquistar la soledad que a los demás ángeles no les es permitida. Luego quiso pensar en lo que había visto y oído los días precedentes, pero pensaba siempre en Miguel Averianitch.


(La sala número 6, Antón Pávlovich Chéjov)

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