lunes, 21 de noviembre de 2011

felicidad

Lo que me gusta de ese final (Esplendor en la hierba) es su ambivalencia agridulce, que refleja lo que Bill Inge había aprendido en su propia vida: que tienes que aceptar una felicidad limitada, porque toda felicidad es limitada, y que aspirar a la perfección es la peor de las neurosis; hay que vivir tanto con la tristeza como con la alegría. Tal vez el tema resulte tan verídico porque el propio Bill había llegado a ese estadio en el que uno decide conformarse con menos, no con un puesto entre los dramaturgos de primera fila como O'Neil, Williams y Miller, sino con mantenerse en una subplatafroma honorable en la que -a la porra los honores y los premios- el trabajo es la recompensa que se obtiente; había comprendido que sólo encontraría la paz si aspiraba a objetivos que pudiera alcanzar con el talento de que disponía y no esperaba milagros.

¿Estaré hablando de mí mismo?


(Mi vida, Elia Kazan)

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