martes, 28 de mayo de 2013

El hombre enfundado



            -¿Y qué tiene de raro? –dijo Burkin-. En este mundo no son pocas las personas solitarias por naturaleza que procuran esconderse en su concha a semejanza del caracol o del cangrejo. Puede ser que se trate de una manifestación de atavismo, de un retroceso hacia los tiempos en que el antepasado del hombre, sin ser todavía un animal sociable, vivía solo en su cueva; puede ser, sin embargo, que ello sea simplemente uno de los aspectos del carácter humano, ¿quién sabe?


            En los asuntos amorosos, y especialmente en el casamiento, la sugestión desempeña un gran papel. Todos –sus colegas y las damas- aseguraban a Bélikov que él debía casarse, que no le quedaba otra cosa en la vida que casarse; lo felicitábamos y con caras serias le decíamos trivialidades como, por ejemplo, que el matrimonio era un paso serio; además, Váreñka era bien parecida, interesante, tenía una granja y era hija de un consejero de estado; pero lo principal consistía en que era la primera mujer que lo trató en forma cariñosa y cordial, lo cual le hizo perder la cabeza y decidir que, efectivamente, debía casarse.


... Cuando en una noche de luna uno ve la ancha calle pueblerina con sus izbas, sus gavillas y sus adormecidos sauces, la paz penetra en el alma; escondiéndose en las sombras nocturnas de sus labores, sus preocupaciones y sus penas, la quieta calle aldeana es mansa, melancólica y bella, y parece que también las estrellas la contemplan con dulzura y que ya no hay maldad sobre la tierra y que todo está bien. En el extremo izquierdo del pueblo comenzaba el campo; se lo veía lejos, hasta el horizonte, y en toda la extensión de este campo, inundado de luz lunar, tampoco había movimiento ni ruido.
            -Ahí está la cosa –repitió Iván Ivánich-. Nosotros vivimos en la ciudad, sofocados, hacinados, escribimos papeles inútiles, jugamos a los naipes, ¿acaso no es eso un estuche? Y cuando pasamos toda la vida entre haraganes, pleitistas, mujeres tontas y ociosas, y escuchamos y decimos toda clase de majaredrías, ¿acaso no es eso un estuche?


(Un hombre enfundado, Antón Chéjov)

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