viernes, 18 de mayo de 2012

Dormir al Sol



            -Es el destino.
            -Es el pasaje –contestó y sus palabras no se han borrado de mi mente-. Un pasaje es un barrio dentro del barrio. En nuestra soledad el barrio nos acompaña, pero da ocasión a encontronazos que provocan o reviven, odios.


            Me admira como la gente aborrece la compasión. Por la manera de hablar usted descuenta que son de fierro. Si la veo apenada por las cosas que hace cuando no es ella, siento verdadera compasión por mi señora y, a la vez, mi señora me tiene lástima cuando me amargo por su culpa. Créame, la gente se cree de fierro pero cuando le duele, afloja. En este punto Ceferina se parece a los demás. Para ella, en la compasión, hay únicamente blandura y desprecio.


            -¿Por qué estás triste?
            -Porque me pareció que no estabas contenta.
            -Ya se me pasó.
            Ganas no me faltan de contestarle que a mí no, que no soy tan ágil, que yo no me mudo tan rápidamente de la tristeza a la alegría. A lo mejor, creyendo ser cariñoso, agrego:
            -Si no querés entristecerme, no estés nunca triste.
            Viera cómo se enoja.


            Al verla así me dije, le juro, que yo no podría vivir sin ella. También, estimulado por el entusiasmo, concebí pensamientos verdaderamente extraordinarios y me dio por preguntarme: ¿Qué es Diana para mí? ¿su alma? ¿su cuerpo? Yo quiero sus ojos, su cara sus manos, el olor de sus manos y de su pelo. Estos pensamientos, me asegura Ceferina, atraen el castigo de Dios. Yo no creo que otra mujer con esa belleza de ojos ande por el mundo. No me canso de admirarlos. Me figuro amaneceres como grutas de agua y me hago la ilusión de que voy a descubrir en su profundidad la verdadera alma de Diana. Un alma maravillosa, como los ojos.


... en la primera oportunidad usted ve cómo la defendió. Aunque ella no me quiera tanto como yo la quiero, estoy seguro de que por imposición de nadie me abandonaría así... la entereza y el coraje de mi señora me asombran y en momento difíciles, como los que estoy pasando, me sirven de ejemplo.


            -Bien hecho –aprobó el doctor-. Hay demasiada inseguridad en este mundo para que todavía agreguemos un juego de azar.


... Por algo repite don Martín que el humor de la mujer es tan variable como el clima de Buenos Aires.


            -Por mi parte le aconsejo que arreglen el reloj –señale el T. Derême-. Un reloj que no camina causa mala impresión. Uno piensa: Aquí todo marcha igual.


            -¿Sabés por qué este mundo no tiene arreglo?
            Le aseguré que no sabía. Me dijo:
            -Porque el sueño de uno son las pesadillas de otro.


            Aldini me explicó infinidad de veces que no debo permitir que la superstición me domine, porque entristece el alma.


            -Quiero creer que ustedes dos no andan en algo. Ni bien me reponga, me doy una vuelta por La Curva, a ver si Pepino no contrató una brigada de coperas.


            -¿Qué es esto? –preguntó.
            -Una perra –contesté.
            -¿De dónde la sacaste?
            -Acabo de comprarla.
            El Rengo tuvo una de esas finezas que aun hoy lo distinguen como el caballero que es, aunque ya no use la impecable corbatita blanca de los años mozos, cuando convidaba a la barra de chiquilines (entre los que figurábamos usted y yo) a ver los partidos de fútbol. Con dos mágicas palabras me levantó el ánimo:
            -Te felicito.
            Me quedé mirándolo con gratitud y tarde en descifrar lo que ahora decía. Aldini repitió:
            -¿Cómo se llama?
            Un rato antes el alemán pareció incómodo por a pregunta; el turno de la incomodidad me llegaba.
            -Fatalismo puro –aseguré.
            -¿Cómo? –preguntó abriendo los ojos.
            -Es como si creyeran que me olvido de la señora.
            Recuperando el aplomo sonrió.
            -No me digas que se llama Diana.
            -Sos rápido –le dije, sinceramente.


... “Con Diana, mi señora, me pasa lo mismo. ¿No adoraré en ella, sobre todo, esa cara única, esos ojos tan profundos y maravillosos, el color de la piel y del pelo, la forma del cuerpo, de las manos y ese olor en que me perdería para siempre, con los ojos cerrados?”


            -Tal vez no quiere la idea que uno se hace.
            -No te sigo –confesé.
            -Yo tengo la suerte de que Elvira no desmiente nunca esa idea.
            Pensé un ratito y dije como si hablara solo:
            -Bueno. Si yo quiero al físico de Diana, quizá no sea menos Diana su físico, que Elvira la idea que te formas de ella. No hay que hurgar tan adentro.
            Aldini respondió con naturalidad:
            -Sos demasiado inteligente para mí.
            Yo no creo que sea más inteligente que los demás, pero he pensado mucho sobre algunos temas.


            -¿Cómo te atrevés a pronunciar la palabra razonable? –Por un rato masculló furiosa-: Véanlo al atrevido. No sé qué hacen los del Instituto que no lo encierran. Juro que voy a presentar la denuncia.
            Sin apabullarme le dije:
            -No confundas tristeza con locura.
            -Estás triste porque estás loco.


            -¿Tiene alas? –preguntó.
            Lo miré sin comprender. En mi confusión mental desconfié que me tomara por loco.
            -No entiendo –dije.
            -No colgué el tubo y ya lo tengo aquí.


            -No se preocupe –contestó Reger Samaniego.
            -No es cuestión tampoco de que usted haga caridad.
            -No es cuestión tampoco de que se preocupe demasiado –contestó, yo tardé en comprender que ya no me hablaba de la cuenta-. Si, involuntariamente, desde luego, usted propende a reproducir las situaciones anteriores, no faltará, esté tranquilo, quién me avise –en ese punto se golpeó el pecho, par indicar tal vez que yo podía confiar en él- y lo internaré inmediatamente, sin que ello signifique, para usted una exorbitancia en materia de gasto.
            Yo estaba sumido en las más deprimentes cavilaciones cuando oí el grito:
            -¡Lucho!
            Con los brazos abiertos, dorada, rosada, lindísima, Diana corrió hacia mí, tuve presencia de ánimo para pensar: “Está feliz porque me ve. Nunca olvidaré esta prueba de amor”.


            Es una vergüenza lo que voy a decir: lloré de gratitud. De algún modo estaba viviendo el momento que había esperado siempre. Otras veces había estado con Diana y aun había sido muy feliz con ella, pero nunca le había oído una tan clara expresión de amor. La abracé, la apreté contra mi, la besé, créame, hasta la mordí. Estaba tan ciego que no me di cuenta de que Diana lloraba. Le pregunté:
            -¿Te pasa algo? ¿Te hice mal?
            -No, no –dijo-. Soy yo la que debo pedirte que me perdones, porque sufriste por mi culpa. Ahora voy a ser buena. Sólo quiero ser feliz con vos.


            -Yo creo –le respondí- que hasta el último esclavo tiene derecho a vacaciones.


            Mi estado de ánimo cambia continuamente de un tiempo a esta parte. Me dije que no tenía derecho de estar descompuesto, porque al hombre que le gusta una mujer enteramente, se le puede llamar afortunado. Se lo dije a ella, un poco en broma y un poco por hablar.
            -Habrá otras mujeres que no son feas –le aclaré-, como Adriana María, que es igualita, pero no tiene tu alma.


            -¿Encierran aquí a gente que no está loca?
            -Qué sabe uno. Hay locuras que se ven a la legua; otras, no. Para estos médicos todo el mundo está loco. El especialista, acordate, hila muy fino y es un empecinado.


            -La contestación no es fácil, doctor. A veces me pregunté si yo no quería sobre todo su físico... pero eso era cuando no la habíamos internado. Ahora que usted me la devolvió tan cambiada, para qué le voy a negar, extraño el alma de antes.


            -No echo de menos las recriminaciones ni los engaños. Tampoco me gusta la enfermedad. La quiero, simplemente, a ella. Voy a poner un aviso en los diarios, ofreciendo una gratificación al que me devuelva la perra pointer.
            -No es necesario –contestó-. La recuperamos.


            -¿Nunca se le ocurrió pensar que uno quiere a la gente por sus defectos? –le grité como un desaforado-. ¡Usted es el enfermo! ¡Usted es el enfermo!


(Dormir al Sol, Adolfo Bioy Casares)

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