miércoles, 7 de marzo de 2012

notas sobre "El sueño de los héroes"

El sueño de los héroes

... Como las enfermedades curables, solamente podía solucionarse esta situación por una cura de tiempo. Tenía una vívida conciencia de no participar en la conversación.


Esa noche, mientras comía pan viejo, encogido de frío en la cama, pensaba que la soledad de cada uno era definitiva. Tenía la convicción de que la experiencia de los lagos había sido maravillosa y de que tal vez por es mismo, todos los amigos, salvo Larsen, trataban de ocultársela. Gauna se sintió muy resuelto a ver lo que había entrevisto esa noche, a recuperar lo que había perdido. Se sintió más adulto que los muchachos y quizá también que el mismo Valerga; pero no se atrevía a hablar con Larsen; tenía éste una incorruptible sensatez y era demasiado prudente.
Se encontró, desde luego, muy solo.


-No hay que desesperar. El futuro es un mundo en el que hay de todo.
-¿Cómo en la tienda de la esquina? –comentó Gauna-. Es lo que reza la propaganda, pero, créame, cuando usted pide algo, le contestan que ya no hay más.
Gauna pensó que Taboada era tal vez más hablador que astuto o inteligente. Taboada continuó:
-En el futuro corre, como un río, nuestro destino, según lo dibujamos aquí abajo. En el futuro está todo, porque todo es posible. Allí usted murió la semana pasada y allí esta viviendo para siempre. Allí usted se ha convertido en un hombre razonable y también se ha convertido en Valerga.
-No permito que se mofe del doctor.
-No me mofo –contestó brevemente Taboada- pero quisiera preguntarle algo, si no lo toma a mal: ¿doctor en qué?
-Usted lo sabrá –replicó en el acto Gauna- ya que es brujo.
Taboada sonrió.
-Está bien, muchacho –dijo; luego prosiguió explicando-: si en el futuro no encontramos lo que buscamos, será porque no sabemos buscar. Siempre podemos esperar cualquier cosa.


Taboada prosiguió:
-En ese viaje (porque hay que llamarlo de alguna manera) no todo es bueno ni todo es malo. Por usted y por los demás, no vuelva a emprenderlo. Es una hermosa memoria y la memoria es la vida. No la destruya.


-Creo captarlo –respondió el Brujo; después continuó en un tono distraído-: Por valiente que sea un hombre, no es valiente en todas las ocasiones.


Los barrios son como una casa grande en que hay de todo. En una esquina está la farmacia; en la otra, la tienda, donde uno compra el calzado y los cigarrillos, y las muchachas compran géneros, aros y peines; el almacén está en frente. La Superiora, bastante cerca, y la panadería, a mitad de cuadra.


Su amigo empezó a matear en silencio. Gauna se sintió muy triste. Años después dijo que en ese momento se acordó de las palabras que le oyó a Ferrari: “Usted vive tranquilo con los amigos, hasta que aparece la mujer, el gran intruso que se lleva todo por delante”.


... Temía que la muchacha no llegara y que el individuo viese confirmada su desconfianza o que lo desdeñara como a hombre a quien las mujeres burlan y hasta mandan a la confitería Los Argonautas para que las esperen inútilmente. Irritado por la demora de Clara, cavilaba sobre la vida que las mujeres imponen a los hombres. “Lo alejan a uno de los amigos. Hacen que uno salga del taller antes de hora, apurado, aborrecido de todo el mundo (lo que el día menos pensado le cuesta a usted el empleo). Lo ablandan a uno. Lo tiene esperando en confiterías. Gastando el dinero en confiterías, para después hablar dulzuras y embustes y oír con la boca abierta explicaciones que bueno, bueno.”


-A veces me pregunto –contestó Gauna- si no habría que tratar a las mujeres a la antigua, como dice el doctor. Pocas explicaciones, pocas zalamerías, con el sombrero entrado hasta las cejas y hablándoles por encima del hombro.
-Así no pede uno tratar a nadie –replicó Larsen.
Gauna aclaró:
-Mirá, che, no sé qué decirte. No para todos son buenos los mismos ideales. A mí me parece que vos y yo somos demasiado comprensivos; podemos llegar a cualquier vergüenza y a cualquier cobardía. No sabemos contrariar a la gente; en seguida levantamos bandera blanca. Tenemos que endurecernos. Además, las mujeres lo corrompen a uno con sus cuidados y delicadezas. Las pobres, che, dan lástima; vos decís cualquier pavada y te escuchan con la boca abierta, como un chico en la escuela. Vos comprendés que es ridículo ponerse al mismo nivel.
-Yo no pisaría tan seguro –contestó Larsen, casi dormido-. Les gusta mucho halagar. Pero sin que lo sospeches te dan veinte vueltas. No te olvides que mientras vos sudás toda la tarde en el taller, están alimentando el seso con Para ti y un montón de revistas de costura.


Recordó el tiempo en que apenas la conocía de vista. Nunca imaginó que iban a quererse. Clara salía con muchachos del centro, que pasaban a buscarla en automóviles. Siempre había sentido que no podía competir con ellos; pertenecían a otro mundo, ignorado y si duda odioso; tratándola se hubiera puesto en ridículo, hubiera sufrido. Clara le había parecido una muchacha codiciable, lejana y prestigiosa, tal vez la más importante del barrio, pero fuera del alcance. Ni siquiera había tenido que renunciar a ella; nunca se atrevió a anhelarla. Ahora la tenía ahí: admirable como un animalito o como una flor o como un objeto pequeño y perfecto, que debía cuidar, que era suyo.


Pensó en el barrio. La palabra Saavedra no evocaba para él un parque rodeado por un foso y exaltado en trémulos eucaliptos; evocaba una callecita vacía, casi ancha, flanqueada de casa bajas y desiguales, abarcada por la claridad minuciosa de la hora de la siesta.


Atribuyó el origen de la desgracia a manifiestos errores de su conducta pero también sospechó que la culpa de todo la tendrían, de una manera oscura y profunda, actos que, en apariencia, no podían vincularse a la voluntad de Clara; por ejemplo, haber cantado el tango Adiós muchachos; o haberse atado, a la mañana , el zapato izquierdo antes que el derecho; o haber sumido su alma, a la tarde, en el infortunio que se desprendía de la película El amor nunca muere.


Instintivamente anhelaba castigar a Clara y castigar a Baumgarten. “Cuanto mayor sea el alboroto, más lejos quedará la amargura de hoy.” Aunque la gente se enterara de su humillación, él podría olvidarla. Tendría que olvidarla, para encarar situaciones nuevas. Lo malo es que en algún inevitable momento, cuando la agitación hubiera cesado, recordaría el día de hoy y lo que la muchacha le había dicho. Lo malo de las venganzas era que perpetuaban la ignominia. Mientras Clara lo hubiera engañado esa tarde. De poco le valía golpearla o matarla después... “En cambio”, murmuró, “si la enamorara para poder olvidarla...” Desgraciadamente, habría que volver, habría que seguir los caminos de la abnegación y de la hipocresía. Aunque menos juicioso, más agradable era abofetearla (primero con la palma de la mano, luego con el revés) y alejarse para siempre.


... Gauna sentía la plenitud del infortunio; se tenía lástima; llegaba a creer que el suyo era un caso extraordinario y pensaba que si le facilitaran papel y lápiz ahí mismo escribiría, si dominara el rudimento de la música y la mitad de lo que sabía de piano la más fea de sus primas, y un tango que lo convertiría, en un abrir y cerrar de ojos, en el ídolo mimando del gran pueblo argentino y que dejaría a Gardel-Razzano con la boca abierta; pero no, el mundo no cambiaría para él; todo el futuro ya estaba dibujado: la duración de ese viaje en tranvía y, más temprano o más tarde, la vuelta a Saavedra. Lo peor de todo es que tampoco en su cabeza habría cambio alguno: ahí estaría, invariablemente, la traición de Clara, obligándolo a retirarse, a buscar soledad; ahí estaría su relación con Clara, relación sentimental, pero también comprensiva y amistosa, que reclamaría explicaciones, invocaría responsabilidades y exigiría lo que era razonable: la reconciliación, el olvido, el sacrificio del rencoroso amor propio; ahí estarían Larsen y todo el barrio, mirando, con pena, con asombro o con desdén, su vergüenza. Para cambiar todo eso, habría que intenta una locura; no una simple locura, que sólo sirviera para agrandar el oprobio; una locura ingeniosa, que alterar todo, que dejara a la gente confundida, mirando para otro lado, sin recuerdos ya de este espectáculo francamente desolador. Pero le iba a fallar el ingenio y se sentía muy capaz de cometer una estupidez que lo cubriera de ridículo. O tal vez no. Tal vez le faltará el empuje necesario.


... Aun Gauna estaba desarrollándose; él mismo comprendía que podía ser valiente o cobarde, generoso o retraído, que todavía su alma dependía de resoluciones y de azares, que todavía no era nada.


-No te acalores –le aconsejó Gauna, guiñando un ojo a Ferrari-; con el destino que llevamos, lo mejor es perderse.


... Gauna se preguntaba si un hombre podía estar enamorado de una mujer y anhelar, con desesperado y secreto empeño, verse libre de ella.


-Voy a extrañar la vida de soltero. Las mujeres le cortan a uno las alas, sí me entendés. Con sus cuidados, lo vuelven prudente y hasta medio feminista, como decía el alemán del gimnasio. Alos pocos años estaré más domesticado que el gato de la panadera.


... Gauna, habitualmente poco observador, notó el hecho y se dijo que debía contárselo a Clara. Es notable cómo una mujer querida puede educarnos, por un tiempo.


-No siempre uno puede ser leal. Nuestro pasado, por lo común, es una vergüenza y no puede uno ser leal con el pasado a costa de ser desleal con el presente. Quiero decirte que no hay peor calamidad que un hombre que no escucha su propio juicio.


En el dormitorio pusieron la cama de dos plazas; cuando él propuso que compraran un catre, por si alguna vez uno se enfermaba, Clara contestó que no tenían por qué enfermarse.


-Ese valor, de que habla Gauna, carece de importancia. Lo que un hombre debe tener es una suerte de generosidad filosófica, un cierto fatalismo, que le permita estar siempre dispuesto, como un caballero, a perder todo en cualquier momento.


Al empezar el invierno de 29, Lambruschini le propuso que “pasara a calidad de socio”. Gauna aceptó. El momento parecía bueno para ganar plata; nadie compraba automóviles nuevos; los viejos se descomponen y, como sentenciaba Ferrari, “todo bicho que camina va a parar al tallercito”. Pero la “crisis” fue tan dura que la gente prefirió abandonar los automóviles a llevarlos al taller. Nada de esto comprometió su dicha.
Le habían asegurado que las personas que viven juntas llegan a mirarse, primero, con desdén, y después con encono. El creía tener infinitas reservas de necesidad de Clara; de necesidad de conocer a Clara; de necesidad de acercarse a Clara. Cuanto más estaba con ella, más la quería. Al recordar sus antiguos temores de perder su libertad, se avergonzaba; le parecían pedanterías ingenuas y aborrecibles.


... Gauna se levantó, se echó la piel sobre los hombres, abrió la puerta, miró hacia fuera. Recordó a Clara y los amaneceres que habían visto juntos. Bajo un cielo violáceo, donde se entrelazaban cavernas de mármol y de vidrio con lagos de pálida esmeralda, amanecía.


“Que desgracia”, pensó. Qué desgracia haber pasado tres años queriendo revivir esos momentos como quien trata de revivir un sueño maravilloso; en su caso, un sueño que no era un sueño sino la secreta epopeya de su vida. Y cuando pudo rescatar de la oscuridad parte de esa gloria, ¿qué vio? El incidente del violinista, el incidente del chico, el incidente del caballo. Las crueldades más abyectas. ¿Cómo el simple olvido pudo convertirlas en algo precioso y nostálgico? ¿Por qué había congeniado con los muchachos? ¿Por qué había admirado a Valerga? Pensar que para salir con esa gente dejó a Clara... Cerró los ojos, apretó los puños. Tenía que vengarse de las bajezas en que lo habían complicado. Tenía que decirle a Valerga cuánto lo despreciaba.


Gauna se preguntó cómo pudo creer que al entrar en los tres días de carnaval recuperaría lo que había sentido la otra vez, entraría nuevamente en el carnaval del 27. El presente es único: esto es lo que él no había sabido, lo que derrotaba sus pobres intentos de magia invocatoria.


... En esa última noche de la gran aventura, Gauna y la muchacha son como dos actores que al representar sus partes hubieran pasado de la situación mágica de un drama a un mundo mágico.


Por todo esto aquello días fueron angustiosos para Clara. Luego el ánimo se le templó. Iría al Armenonville a encontrarse con Gauna. Pelearía por él. Tenía confianza en sí misma. Clara era una muchacha valerosa y, en la gente valerosa, la promesa de lucha despierta el coraje.


... Clara lo necesitaba; debió acceder. Parecería que rehusó para evitarse enojosas complicaciones. Sospecho que lo hizo para evitarse una sola complicación: ir a un lugar como el Armenonville, que lo intimidaba por desconocido y por prestigioso. Algunas personas encontrarán incomprensibles esta cobardía; pero nadie debe dudar de la amistad de Larsen por Clara y por Gauna. Hay sentimientos que no precisan de actos que lo confirmen y diríase que la amistad es uno de ellos.


... Clara trató de resistir, hasta que al fin se abandonó a lo que se le presentaba como la dicha. En algún momento breve, pero muy profundo, fue tan feliz que olvidó la prudencia. Bastó eso para que se deslizara el destino.


De acuerdo a lo previsto, el destino había tomado a su cargo la situación. Mientras pensaba en eso, intuyó que era falso, intuyó, tal vez, que el mundo no es tan extraño; mejor dicho, tiene su manera de ser extraño, fortuita o circunstanciada, pero nunca sobrenatural.


Y mientras tanto, ¿qué fue de Emilio Gauna?
En un abra del bosque, rodeado por los muchachos, como por un cerco de perros hostiles, enfrentado por el cuchillo de Valerga, era feliz. Nunca se había figurado que su alma fuera tan grande ni que en el mundo hubiera tanto coraje. La luna brillaba entre los árboles y él veía el reflejo en la hoja de su cuchillito y veía la mano que lo empuñaba sin temblar. Don Serafín Taboada le había dicho una vez que el coraje no era todo; don Serafín Taboada sabía mucho y él poco, pero él sabía que es una desventura sospechar que uno es cobarde. Y ahora sabía que era valiente. Sabía también que nunca se había equivocado sobre Valerga: era valiente en la pelea. Vencerlo a cuchillo iba a ser difícil. No importaba por qué estaban peleando. ¿Creyeron que él había ganado más plata en el hipódromo y querían saquearlo? El motivo era un pretexto: no tenía importancia. Vagamente sospechó ya haber estado en ese lugar, a esa hora, en esa abra, entre esos árboles cuyas formas eran tan grandes en la noche; ya haber vivido ese momento.
Supo, o meramente sintió, que retomaba por fin su destino y que su destino estaba cumpliéndose. También eso lo conformó.
No sólo vio su coraje, que se reflejaba con la luna en el cuchillito sereno; vio el gran final, la muerte esplendorosa. Ya en el 27 Gauna entrevió el otro lado. Lo recordó fantásticamente: sólo así puede uno recordar su propia muerte. Se encontró de nuevo en el sueño de los héroes, que inició la noche anterior, en el corralón del Rengo Araujo. Comprendió para quién estaba tendido el camino de alfombra roja y avanzó resueltamente.
Infiel, a la manera de los hombres, no tuvo un pensamiento para Clara, su amada, antes de morir.
El Mudo encontró el cuerpo.



Comentarios sobre El sueño de los héroes

Lo que originó mi argumento es la ansiedad que sentimos cuando hemos perdido algo. Para el protagonista de El sueño de los héroes esa ansiedad es mayor, porque lo perdido es algo que entrevió en una noche de exaltación y extremo cansancio, algo que le pareció una verdadera revelación.


... También se lo conté a mis padres, pero mi madre no leyó el libro. Murió creyendo que de algún modo yo me había frustrado como escritor, que perdía mi vida con las mujeres.


(El sueño de los héroes, Adolfo Bioy Casares)

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