jueves, 8 de marzo de 2012

notas sobre "En memoria de Paulina"


En memoria de Paulina

... Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: “Las nuestras ya se reunieron”. “Nuestras” en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.


... Recuerdo que anoté en mi cuaderno: “Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios”. Pensé también: “En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo”.


Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré. Levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. “Si ahora pudiera”, suspiré, comunicarle mi pensamiento.” En su mirada palpitó una generosa, alegré y sorprendida gratitud.


... Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.


... Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer años, logré excluirla de mis noches y, casi, olvidarla.


Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: “Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten”.


(En memoria de Paulina, Adolfo Bioy Casares)

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