viernes, 13 de abril de 2012

notas sobre "El extranjero" de Albert Camus



... “que usted no lo conoció antes de la enfermedad. El pelo era lo mejor que tenía”. Todas las tardes y todas las mañanas, desde que el perro tuvo aquella enfermedad de la piel, Salamano le ponía una pomada. Pero según él su verdadera enfermedad era la vejez, y la vejez no se cura.


... Me levanté en seguida porque tenía hambre, pero María me dijo que no la había besado desde la mañana. Era cierto y sin embargo habría querido hacerlo. “Ven al agua”, me dijo. Corrimos para lanzarnos sobre las primeras olas. Dimos algunas brazadas y ella se pegó contra mí. Sentí sus piernas en torno de las mías y la deseé.


... De todos modos, no se debe exagerar nada y para mí resultó más fácil que para otros. Al principio de la detención lo más duro fue que tenía pensamientos de hombre libre. Por ejemplo, sentía deseos de estar en una playa y de bajar hacia el mar. Al imaginar el ruido de las primeras olas bajo las plantas de los pies, la entrada del cuerpo en el agua y el alivio que encontraba, sentía de golpe cuánto se habían estrechado los muros de la prisión. Pero esto duró algunos meses. Después no tuve sino pensamientos de presidiarios. Esperaba el paseo cotidiano que daba por el patio o la visita del abogado... Hubiese esperado el paso de los pájaros y el encuentro de las nubes como esperaba aquí las curiosas corbatas de mi abogado y como, en otro mundo, esperaba pacientemente el sábado para estrechar el cuerpo de María.


... Es cierto que fue al cabo de algunas semanas, pero podía pasar horas nada más que con enumerar lo que se encontraba en mi cuarto. Así, cuanto más reflexionaba, más cosas desconocidas u olvidadas extraía de la memoria. Comprendí entonces que un hombre que no hubiera vivido más que un solo día podría vivir fácilmente cien años en la cárcel. Tendría bastantes recuerdos para no aburrirse. En cierto sentido era una ventaja.
Existía también el sueño. Al principio dormía mal por la noche y nada durante el día. Poco a poco las noches fueron mejores y puede también dormir de día. Puedo decir que en los últimos meses dormía de dieciséis a dieciocho horas por día. Me quedaban por lo tanto seis horas para matar con la comida, las necesidades naturales, los recuerdos y la historia del checoslovaco.
Entre el jergón y la tabla de la cama había encontrado, en efecto, casi pegado al género, un viejo trozo de periódico, amarillento y transparente. Relataba un hecho policial cuyo comienzo faltaba pero que había debido de ocurrir en Checoslovaquia. Un hombre había partido de un pueblo checo para hacer fortuna. Al cabo de veinticinco años había regresado rico, con su mujer y su hijo. La madre y una hermana dirigían un hotel en el pueblo natal. Para sorprenderlas, había dejado a la mujer y al hijo en otro establecimiento y había ido a casa de la madre, que no le había reconocido cuando entró. Por broma, se le ocurrió tomar una habitación. Había mostrado el dinero. Durante la noche, la madre y la hermana le habían asesinado a martillazos para robarle y había arrojado el cuerpo al río. Por la mañana había venido la mujer y, sin saberlo, había revelado la identidad del viajero. La madre se había ahorcado. La hermana se había arrojado a un pozo. Debo de haber leído esta historia miles de veces. Por un lado era inverosímil; por otro, era natural. De todos modos, me parecía que el viajero lo había merecido en parte y que nunca se debe jugar.


... Y sin embargo, había cambiado, pues a la espera del día siguiente fue la celda lo que volvía a encontrar. Como si los caminos familiares trazados en los cielos de verano pudiesen conducir tanto a las cárceles como a los sueños inocentes.


Al final, sólo recuerdo que desde la calle y a través de las salas y de los estrados, mientras el abogado seguía hablando, oí sonar la corneta de un vendedor de helados. Fui asaltado por los recuerdos de una vida que ya no me pertenecía más, pero en la que había encontrado las más pobres y las más firmes de mis alegrías: los olores de verano, el barrio que amaba, un cierto cielo de la tarde, la risa y los vestidos de María. Me subió entonces a la garganta toda la inutilidad de lo que estaba haciendo en ese lugar, y no tuve sino una urgencia: que terminaran cuanto antes para volver a la celda a dormir.


... Lo que me hizo pensar que durante todo el proceso no había buscado a María con la mirada. No la había olvidado, pero tenía demasiado que hacer. La vi entre Celeste y Raimundo. Me hizo un pequeño ademán como si dijera: “¡Por fin!”, y vi sonreír su rostro un poco ansioso. Pero sentía cerrado el corazón y ni siquiera puede responder su sonrisa.


... Me han cambiado de celda. Desde ésta, cuando me tiendo, veo el cielo, y no veo más que el cielo. Todos los días transcurren mirando en su rostro el declinar de los colores que llevan del día a la noche. Acostado, pongo las manos debajo dela cabeza y espero. No sé cuántas veces me he preguntado si habrá ejemplos de condenados a muerte que se hayan librado del engranaje implacable, desaparecido antes de la ejecución, roto el cordón de los agentes.


... ¡Una sola vez! En cierto sentido, creo que esto me hubiera bastado. Mi corazón habría hecho el resto.


... La condición sería a que él lo sabría. Pues, pensándolo bien, considerando las cosas con calma, comprobaba que los defectuoso de la cuchilla era que no dejaba ninguna posibilidad, absolutamente ninguna.


El sacerdote miró alrededor y respondió con voz que me pareció vencida: “Sé que todas estas piedras sudan dolor. Nunca las he mirado sin angustia. Pero, desde lo hondo del corazón, sé que los más desdichados de ustedes han visto surgir de su oscuridad un rostro divino. Se le pide a usted que vea ese rostro.”
Me animé un poco. Dije que hacía meses que miraba estas murallas. No existía en el mundo nada ni nadie que conociera mejor. Quizás, hace mucho tiempo, había buscado allí un rostro. Pero ese rostro tenía el color del Sol y la llama del deseo: era el de María. Lo había buscado en vano. Ahora, se acabó. Y, en todo caso, no había visto surgir nada de este sudor de piedra.


... Por primera vez desde hacía mucho tiempo pensé en mamá. Me pareció que comprendía por qué al final de su vida, había tenido un “novio”, por qué había juzgado a comenzar otra vez. Allá, allá también, en torno de ese asilo en el que las vidas se extinguían, la noche era como una tregua melancólica. Tan cerca de la muerte, mamá debía de sentirse allí liberada y pronta para revivir todo. Nadie, nadie tenía derecho de llorar por ella. Y yo también me sentía pronto a revivir todo.


(El extranjero, Albert Camus)

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