lunes, 29 de octubre de 2012

La cigarra




            Después de las cuatro de la tarde comía en casa. La sencillez, el sentido común y la bondad de su marido la conmovían y la llenaban de entusiasmo. A menudo se levantaba de un salto, abrazaba impulsivamente su cabeza y la cubría de besos.
            -Eres un hombre inteligente y noble, Dímov –le decía- pero tienes un defecto muy importante. No sientes ningún interés por el arte. Rechazas la música y la pintura.
            -No las comprendo –respondía él mansamente-. Durante toda mi vida estuve ocupado con las ciencias naturales y la medicina y no tuve tiempo de interesarme por las artes.
            -¡Pero eso es terrible, Dímov!
            -¿Por qué? Tus amigos no conocen las ciencias naturales ni la medicina y sin embargo tú no les reprochas por eso. A cada cual lo suyo. Yo no comprendo los paisajes ni las óperas, pero opino lo siguiente: si hay personas inteligentes que les dedican toda su vida, y si hay personas inteligentes que pagan por ellos mucho dinero, eso significa entonces que son necesarios. Yo no los comprendo, pero no comprender no significa rechazar.


... “¿Cómo no se aburre uno de ser un hombre simple, en nada destacable, desconocido y, además, con cara demacrada y modales torpes?” O bien le parecía que Dios iba a matarla en cualquier momento porque ella temiendo el contagio, ni una sola vez había ido a ver al marido a su gabinete.


(La cigarra, Antón P. Chéjov) 

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